Un amor fuera de ruta

Soledad Compartida

Lucía siempre había sido apasionada por la cocina. Desde niña, pasaba horas mirando cómo su abuela amasaba pan en la vieja mesa de madera. Era ahí donde descubrió que los sabores podían contar historias y que los aromas podían guardar recuerdos.

Cuando terminó la secundaria, decidió estudiar gastronomía, pese a que muchos le decían que era una carrera difícil y mal paga. Su carácter fuerte la ayudó a superar las largas horas de práctica, las quemaduras en los brazos y las críticas de chefs que parecían imposibles de complacer.

A los 28 años, Lucía ya trabajaba como sous chef en un restaurante de renombre en Buenos Aires. Sin embargo, detrás de los aplausos de los comensales y de los platos perfectos, había una mujer cansada y un poco sola.

Había tenido una relación seria con Julián, un arquitecto con quien compartió tres años de su vida. Al principio fue todo romántico: cenas improvisadas, viajes cortos y planes de mudarse juntos. Pero poco a poco, la distancia emocional creció. Julián quería formar una familia, mientras que Lucía todavía soñaba con abrir su propio restaurante. La ruptura fue dura, porque no se trataba de falta de amor, sino de caminos diferentes.

Después de eso, Lucía se dedicó por completo a la cocina. Su rutina era agotadora:

Se levantaba temprano para recorrer mercados en busca de ingredientes frescos.

Pasaba más de diez horas entre hornallas, ollas y cuchillos afilados.

Llegaba a casa rendida, con olor a especias en el cabello y las manos marcadas por cortes pequeños.

Sus amigas le decían que necesitaba “soltar un poco” y salir más, pero ella se refugiaba en su pasión. Sin embargo, en silencio, a veces sentía la ausencia de alguien que la esperara en casa, que la escuchara quejarse del servicio de la noche o que simplemente compartiera un vino después de una larga jornada.

En esos momentos de soledad, cuando se recostaba en el sillón con la luz de la cocina apagada, Lucía se preguntaba:

—“¿Será que estoy destinada a vivir entre ollas y platos, pero no a compartir mi vida con alguien?”

Fue en esa etapa, entre dudas y certezas, que comenzó a pasar más tiempo en redes sociales. No buscaba nada en particular: a veces charlaba con viejos amigos, otras veces simplemente leía cosas para despejar la mente. Y fue allí, sin planearlo, donde un día recibió un mensaje inesperado de un hombre que manejaba un camión por las rutas argentinas.

Un simple: “Hola, ¿cómo estás?”
Que, sin saberlo, cambiaría el rumbo de su vida.

Martín siempre había vivido con un pie en la ruta. Su padre había sido camionero y desde chico se acostumbró a ver cómo la casa se llenaba de mapas, termos de café y anécdotas de viaje.

A los 18 años dejó la secundaria y consiguió trabajo como ayudante de carga en una empresa de transporte. No tardó en aprender los secretos de los motores y los horarios eternos, y a los 22 ya tenía su propio camión, un viejo Mercedes Benz que compró con mucho esfuerzo.

Pero su vida cambió de golpe a los 23, cuando se convirtió en padre. Su relación con Carolina, la madre de Tomás, fue corta pero intensa. Se habían conocido en una fiesta de amigos y, aunque no estaban listos para una vida juntos, el embarazo llegó antes de tiempo. Carolina, joven y con sueños propios, se fue poco después de que Tomás naciera, dejando a Martín con la enorme responsabilidad de criar a su hijo prácticamente solo.

Desde ese momento, Martín se dedicó a trabajar más que nunca. Tomás era su motor. Cada viaje, cada kilómetro en la ruta, cada madrugada de cansancio tenía un propósito: asegurarle un futuro mejor.

Su vida estaba marcada por la rutina del camionero:

Largas horas al volante, acompañado solo por la radio o su propia voz.

Paradas en estaciones de servicio, donde siempre pedía café fuerte y medialunas medio secas.

Charlas rápidas con colegas que iban y venían como él.

Aunque disfrutaba de la libertad de la ruta, la soledad era una sombra constante. Había tenido algún romance ocasional, pero nunca alguien que realmente aceptara su vida nómada y el hecho de que Tomás siempre estaría en primer lugar.

Martín solía pensar en eso cuando llegaba la noche y estacionaba el camión en medio de la nada, con el cielo estrellado como único techo.

—“¿Será que estoy destinado a estar solo…? ¿O habrá alguien que entienda mi vida, mis tiempos, mis ausencias?” —se preguntaba en voz baja, mientras apagaba las luces de la cabina.

En esos momentos de duda, el celular era su única compañía. Redes sociales, mensajes esporádicos, algún intento de conversación para matar el aburrimiento de las noches en la ruta.

Y así, una noche cualquiera, encontró un perfil que le llamó la atención y decidió mandar un simple mensaje:

Hola, ¿cómo estás?”

Una simple frase, enviada a una mujer que cocinaba sueños en una cocina iluminada de Buenos Aires.
Una frase que, sin saberlo, abriría un nuevo camino para su corazón.

La cocina de Lucía olía a mantequilla derretida y ajo sofrito. No era una mezcla elegante, de esas que aparecen en los programas de televisión con chefs de apellido francés, sino más bien un aroma casero que pegaba en la ropa y se quedaba en el pelo hasta la madrugada.

Ella tenía treinta y tres años. Aunque muchos la admiraban, Lucía cargaba con esa etiqueta silenciosa: “la que se le pasa el tren”. La verdad era que, cuando apagaba los fuegos y guardaba los cuchillos, regresaba a un departamento vacío donde solo la esperaba su gata llamada Morgana.

Toda su vida giraba entorno a ayudar a su familia, solo ellos y la cocina. Soñaba encontrar ese amor bonito que la sacara de su caos, pero siempre era lo mismo, nadie la elegía y nunca era suficiente para ninguno.

El celular vibró sobre la mesa de acero inoxidable mientras se sacaba la chaqueta blanca. Una notificación. Un mensaje en esa red social que usaba más por aburrimiento que por convicción.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 18.09.2025

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