Un amor fuera de ruta

El primer encuentro

Lucía nunca había sido de las que creen en las redes sociales para encontrar el amor. De hecho, solía bromear con sus compañeras de cocina diciendo que lo único que iba a encontrar ahí eran recetas robadas y memes de gatos. Sin embargo, con Martín se le hacía distinto. Había algo en su forma de escribir: desprolija, con faltas de ortografía de vez en cuando, pero honesta. Esa clase de honestidad que no se compra ni se finge.

Las conversaciones se hicieron rutina. Ella salía de trabajar, con el uniforme oliendo a humo y grasa, y mientras Morgana la gata se enroscaba a sus pies, sacaba el celular para ver si Martín estaba conectado. Y él, desde algún parador perdido en la ruta, apoyaba el teléfono en el volante y escribía mientras tomaba un café tibio de máquina.

Una noche, después de varias semanas de charla, Martín lo soltó:

Che, ¿y si un día nos vemos? Digo, no para comer fideos… para que veas que soy real y no un robot raro que se hace pasar por camionero 😅.

Lucía rió, pero la idea le dejó un cosquilleo en el estómago. Había algo de nervios, de miedo, de expectativa.

Bueno, pero vos prometé que venís bañado. No quiero oler gasoil toda la cita.

Te prometo. Es más, me echo perfume barato de estación de servicio, que es irresistible.”

El encuentro quedó pactado para un sábado a la tarde. Ella eligió una cafetería en el centro, porque le daba seguridad, y porque en el fondo pensaba: si esto sale mal, siempre me queda el café con medialunas.

Lucía estaba nerviosa. Había pasado toda la mañana decidiendo si usar el vestido azul o la blusa blanca con jeans. Al final, eligió lo segundo, convencida de que lo mejor era mostrarse tal como era: sencilla y natural.

Martín llegó puntual al café de la esquina, ese con mesas de madera gastada y olor a medialunas recién horneadas. La vio desde la puerta: estaba sentada, con una taza de té entre las manos y los ojos distraídos mirando hacia afuera.

—¿Lucía? —preguntó él, acercándose con una sonrisa tímida.

Ella levantó la vista y lo reconoció al instante, aunque en persona parecía más alto y sus ojos oscuros transmitían más calidez que en las fotos.

—¡Martín! —dijo, poniéndose de pie.

Se dieron un abrazo torpe, de esos que intentan ser formales pero terminan siendo demasiado cercanos.

—Pensé que no ibas a venir —bromeó él, con un aire nervioso.

—¿Y perderme la oportunidad de comprobar si de verdad manejás ese camión rojo que mostraste en la foto? —respondió ella, sonriendo.

Martín rió.
—Es mío, pero si querés después te lo muestro en vivo. Aunque te advierto: no tiene la elegancia de un restaurante, ni la limpieza de tu cocina.

—Bueno, no pasa nada… igual me gustan las cosas con un poco de desorden. —Lucía jugueteó con su taza, mientras lo miraba fijamente.

La conversación fluyó con naturalidad:

—¿Y cómo hacés para aguantar tantas horas en la ruta? —preguntó ella, curiosa.

—Con café, música y hablando solo —dijo él entre risas—. Si me escuchás en la cabina, seguro pensás que estoy loco.

—No te preocupes, yo también hablo sola en la cocina cuando estoy estresada. Discuto con las ollas, las puteo si no hierven a tiempo.

Los dos rieron, rompiendo cualquier tensión.

Más tarde, mientras compartían medialunas, hubo un silencio breve, cargado de miradas.

—La verdad… —dijo Martín bajando la voz— no pensé que iba a estar tan nervioso.

—¿Nervioso vos? —se sorprendió Lucía—. Si sos vos el que cruza medio país en camión.

—Eso es fácil, Lucía. Lo difícil es esto. —Señaló la mesa, el encuentro.

Ella lo miró con ternura, y por un segundo ambos entendieron que algo estaba empezando.

Esa noche, cada uno volvió a su mundo, pero con el corazón un poco más acelerado.

Lucía llegó a su departamento, se quitó los zapatos y se tiró en el sillón. Cerró los ojos y sonrió.
—“¿Por qué siento que lo conozco de toda la vida?” —pensó.
Tenía miedo: no quería ilusionarse demasiado rápido, pero la manera en que Martín la miraba y la escuchaba había dejado una huella.

Mientras tanto, Martín manejaba de regreso a casa. La radio sonaba de fondo, pero apenas prestaba atención. Solo pensaba en Lucía, en sus ojos, en cómo se reía de sus chistes malos.
—“Hace mucho que no me siento así… ¿y si esto realmente funciona?” —se preguntaba, con una mezcla de alegría y temor.

Ambos, en lugares distintos, coincidían en algo: habían encontrado a alguien que les había movido el piso. Y aunque aún no lo sabían, esa chispa inicial estaba a punto de convertirse en un fuego que cambiaría sus vidas para siempre.

Apenas se cambió y preparó algo rápido para cenar, el celular vibró. Era un mensaje de Martín.

Martín: “Llegaste bien a casa?”
Lucía: “Sí, hace un ratito. ¿Vos?”
Martín: “Ya en ruta, con mate y la radio de compañía. Pero te juro que voy sonriendo como un tonto.”
Lucía: “Jajaja, ¿y eso por qué?”
Martín: “Porque me encantó conocerte. En persona sos todavía más linda… y también más peligrosa: hacés que me olvide de manejar derecho.”
Lucía: “No me tires flores, camionero. Que después me las creo.”

Lucía soltó una carcajada sola en la cocina. No estaba acostumbrada a alguien que la hiciera reír con tanta facilidad.

Un rato después, ya acostada, le volvió a sonar el celular. Esta vez, una llamada.

—¿Hola? —dijo ella en voz baja.
—Perdón si te desperté… —contestó Martín con un tono tímido.
—Todavía no dormía. ¿Qué hacés?
—Paré en una estación de servicio. Me dio ganas de escucharte.

Hubo un silencio breve, de esos que no incomodan.

—Yo también tenía ganas —confesó Lucía.

Hablaron casi una hora, saltando de tema en tema: de recetas que a él le parecían imposibles hasta anécdotas de la ruta que parecían de película. Al cortar, los dos quedaron con la misma sensación: no querían que terminara.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 18.09.2025

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