Un amor fuera de ruta

Entre abrazos y críticas

El primer mes después de su cita en la cafetería fue un torbellino de mensajes, llamadas y pequeñas visitas en los paradores de ruta. Lucía descubrió que hablar con Martín era como preparar un plato complejo: había que encontrar el equilibrio entre los ingredientes. Él era dulce, divertido, con un humor simple que la hacía reír en medio del estrés del restaurante, y a la vez profundo, con recuerdos de infancia y sueños que compartía a la ligera, como quien suelta humo de cigarrillo en la ruta.

—“Hoy casi me atropella un gallo”, escribió él un lunes por la mañana.
—“¿Un gallo? ¿En serio?”, contestó ella, mientras preparaba una salsa de tomate.
—“Sí, y me miró como diciéndome: ‘¿Qué haces acá?’”
Lucía rió tanto que Morgana se sobresaltó y cayó del sillón.

Los fines de semana Martín intentaba coincidir con ella en la ciudad. No siempre podía, porque su hijo Tomás necesitaba que alguien lo acompañara, y la ruta no perdona horarios. Lucía lo entendía, aunque no podía evitar sentir un cosquilleo de celos cuando él desaparecía por días, aunque siempre volvía con historias divertidas: “Tomás me hizo un dibujo de un monstruo camionero que come helado. Te juro que parecía mi reflejo”, le contó un sábado.

Un día, Martín decidió que era momento de presentarle a su hijo. Nervioso, le preguntó:
—“¿Está bien si Tomás te conoce?”
Lucía tragó saliva. Sentía emoción y miedo al mismo tiempo. No era solo un niño: era la parte de la vida de él que podía complicarlo todo.
—“Sí… quiero conocerlo”, respondió, tratando de sonar segura.

El encuentro fue en el parque de la ciudad. Lucía llevaba una bolsa con galletitas caseras, intentando mostrar que podía ser más que “la amiga de su papá”. Tomás, sin embargo, era un pequeño juez severo. La miró de arriba abajo, cruzó los brazos y dijo:
—“¿Vos cocinas para mí?”
—“Si querés, sí. Pero no prometo magia instantánea, eh”, respondió Lucía, sonriendo.

Para su sorpresa, el niño se derritió ante las galletas y, poco a poco, comenzaron a jugar juntos. Martín la observaba con orgullo, aunque también con ese miedo silencioso que siempre lo acompañaba: que la relación no soportara el peso de su hijo y de las opiniones ajenas.

Entre juegos, risas y carreras por el pasto, Lucía descubrió otra faceta de Martín: la paciencia infinita con Tomás, la manera en que lo corregía sin perder la ternura, y cómo su mundo giraba alrededor de ese pequeño ser. Era encantador, pero también aterrador: amarlo implicaba aceptar todo lo que venía con él.

Esa tarde, mientras se despedían, Lucía le dijo:
—“Es un gran chico. Y vos… sos un papá increíble.”
Martín sonrió, pero había un matiz de tristeza en sus ojos.
—“Gracias… pero ya sabés que no es solo eso. Hay gente que no entiende… y tal vez nunca lo haga.”

Lucía asintió, comprendiendo sin que él tuviera que decir más. Sabía que lo que estaba construyendo no iba a ser fácil, y aun así decidió seguir adelante. Entre mensajes de madrugada, anécdotas graciosas y kilómetros recorridos, su vínculo se fortalecía. Pero la semilla del conflicto ya estaba plantada, invisible, esperando el momento de crecer.

Esa noche, cuando cada uno volvió a su rutina, Lucía se quedó mirando la ventana de su cocina. Morgana ronroneaba a su lado, y ella suspiró: “Esto es real… y complicado. Pero quiero intentar, aunque el camino sea difícil.”

Con el paso de los meses, Lucía y Martín ya habían establecido su rutina de mensajes, llamadas y encuentros cuando la ruta se lo permitía. Las pequeñas cosas se convirtieron en momentos memorables: los desayunos improvisados en cafeterías, los almuerzos en la cocina de Lucía mientras él intentaba “ayudar” cortando verduras (y casi siempre terminaba cortando más de lo debido), y las tardes de parque con Tomás, que reían hasta que sus mejillas se enrojecían.

—“Sos un desastre con el cuchillo, pero te quiero igual”, le decía Lucía entre carcajadas mientras Martín escondía la mano con el cuchillo detrás de la espalda.
—“Es que estoy perfeccionando mi técnica… ¿o me vas a decir que tus alumnos no meten la pata a veces?”, replicaba él, fingiendo ofensa.

Todo parecía perfecto, excepto por los murmullos que empezaban a filtrarse. Algunos conocidos de Lucía le decían en broma que era “una locura” enamorarse de un camionero con un hijo pequeño. Otros comentarios eran más directos:
—“¿Estás segura de que querés involucrarte con alguien que ya tiene responsabilidades tan grandes?”
Martín, por su parte, escuchaba la crítica de amigos y familiares con una mezcla de resignación y frustración: todos querían lo mejor para Tomás, y para ellos eso significaba no arriesgar su estabilidad emocional.

Un viernes por la tarde, mientras cocinaban juntos en el departamento de Lucía, el tema salió a la luz:

—“Me preocupa lo que dicen los demás”, admitió Martín, mientras removía la salsa con cuidado de no quemarse.
—“¿Qué importa lo que digan? No vivimos para ellos”, replicó Lucía, aunque notó que la sombra de la duda pasaba por sus ojos.

Sin embargo, la vida tenía sus formas de equilibrar lo tenso con lo alegre. Ese mismo día, Tomás decidió “ayudar” a cocinar y terminó haciendo un desastre de harina que terminó pegada en el techo y en las paredes. Martín y Lucía se miraron y estallaron en risa.

—“Creo que esto merece un premio al caos culinario del año”, dijo él, mientras Tomás aplaudía orgulloso de su obra maestra.
—“Premio más que merecido”, coincidió Lucía, abrazando al niño y manchándose de harina hasta la cintura.

Entre risas y cocina, amor y pequeñas discusiones, empezaban a formarse recuerdos que ninguno de los dos olvidaría. Pero al mismo tiempo, la presión externa crecía. Comentarios de amigos, familiares y conocidos empezaban a pesar más de lo que ellos podían imaginar. Cada encuentro estaba impregnado de la dulzura de la rutina, pero también del recordatorio constante de que su historia no era “convencional” y que, tarde o temprano, tendrían que enfrentar la realidad: un amor que era hermoso, pero que no todos aceptarían.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 18.09.2025

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