Un amor fuera de ruta

Kilómetros compartidos

Lucía nunca había imaginado que alguna vez viajaría en un camión. La idea le parecía peligrosa, ruidosa y, sobre todo, muy ajena a su mundo de hornallas y ollas. Sin embargo, Martín insistió durante semanas:

—“Vamos, te voy a mostrar la ruta. No es solo manejar un camión, es un estilo de vida. Vas a ver que hay magia en cada parada, en cada amanecer que no se parece a ningún otro.”
—“Bueno… si no muero de miedo primero, acepto”, respondió ella, riendo.

El sol apenas empezaba a levantarse cuando Martín estacionó frente al edificio de Lucía. Ella bajó con una mochila al hombro y una sonrisa nerviosa.

—¿Lista para la aventura? —preguntó él, asomado desde la ventanilla.

—Más que lista. Aunque te aviso que nunca viajé en un camión. Si me mareo, es culpa tuya.

Martín soltó una carcajada.
—Tranqui, tengo mate, música y paradas estratégicas en estaciones de servicio. La ruta conmigo no falla.

Lucía subió a la cabina, mirando todo con curiosidad. El asiento alto, los espejos enormes, los stickers en el tablero… era otro mundo.

—¡Guau! Esto parece una casa rodante.
—Y lo es —respondió Martín, encendiendo el motor—. Acá duermo, como, escucho música… hasta me peleo conmigo mismo.

Lucía rió mientras se acomodaba el cinturón.
—Bueno, entonces hoy vas a tener compañía para pelear.

El viaje comenzó con música de fondo y charlas ligeras: anécdotas de la cocina, historias de la ruta, bromas sobre quién aguantaba más horas despierto. En la primera parada, en una estación de servicio, compartieron medialunas y un mate que Lucía intentó cebar, pero salió lavado.

—Definitivamente no naciste para camionera —bromeó Martín.
—¡Eh! No me subestimes, puedo aprender. —Lucía levantó la bombilla como si fuera una cuchara de chef.

Las horas pasaron entre risas, y al caer la tarde, hicieron una parada en un pequeño pueblo. Compraron empanadas en una panadería y se sentaron en la vereda, como dos adolescentes.

—Hace mucho que no hacía algo así… —dijo Lucía, mirando el cielo naranja.
—¿Qué cosa? —preguntó él.
—Sentirme libre. Comer en la calle sin importar nada, charlar sin relojes… —suspiró—. Es lindo.

Martín la miró, con un brillo distinto en los ojos.
—A veces lo simple es lo que más se disfruta.

La noche los encontró en la ruta. Martín estacionó el camión en una zona segura y desplegó el asiento-cama. Lucía miraba todo, entre curiosidad y timidez.

—Así que… ¿acá dormís siempre? —preguntó, mientras acomodaba una manta.
—Sí. No es un hotel cinco estrellas, pero las estrellas de arriba compensan.

Se asomaron por la ventanilla, contemplando el cielo estrellado. Lucía se quedó en silencio, sintiendo que ese momento era más íntimo que cualquier cena elegante.

Martín rompió el silencio.
—Gracias por venir. No pensé que te animarías.
—¿Y perderme la experiencia de mi vida? Ni loca.

Ambos rieron. Luego se acomodaron en la cabina, espalda contra espalda al principio, hasta que el sueño los fue venciendo. En medio de la oscuridad, Lucía murmuró:

—Martín…
—¿Sí?
—Hace mucho que no me sentía tan tranquila.

Él sonrió, sin que ella lo viera.
—Yo tampoco, Lu. Yo tampoco.

El camión quedó en silencio, con el ronquido del motor apagado y el murmullo lejano de la ruta. Afuera, la noche los envolvía, y adentro, sin decirlo del todo, sabían que algo había cambiado.

El amanecer los encontró en plena ruta. El sol entraba por la ventanilla y Lucía, medio dormida, bostezó. Martín manejaba concentrado, con la mirada fija en el camino.

—¿Dormiste bien? —preguntó él.
—Más o menos. Ese asiento-cama está pensado para gigantes, no para mí —respondió ella, acomodándose el pelo.

Martín sonrió de lado.
—Entonces ya sos camionera oficial. Quejarse de la cama es el primer requisito.

Lucía rió, pero pronto el cansancio y el hambre la volvieron más seria. En la siguiente parada, entraron a un pequeño bar de ruta. Lucía, acostumbrada a elegir comidas más elaboradas, frunció el ceño al ver el menú limitado: milanesas, papas fritas, sandwich de jamón y queso.

—¿Esto es todo? —murmuró.
—Sí, es lo que hay en la ruta. Acostumbrate —contestó Martín, sin darle demasiada importancia.

Lucía pidió una ensalada improvisada, pero cuando llegó, estaba marchita y con un sabor dudoso. Martín, en cambio, devoraba su milanesa como si fuera un manjar.

—No entiendo cómo podés comer eso todos los días —dijo ella, empujando el plato.
—Porque no tengo la costumbre de restaurantes con cinco cubiertos —replicó él, un poco a la defensiva.

Lucía lo miró sorprendida.
—No fue una crítica… solo digo que… estoy acostumbrada a otra cosa.

Martín dejó el tenedor sobre el plato y la observó.
—Y yo estoy acostumbrado a esto. Si vamos a viajar juntos, mejor que entiendas que la ruta no es un hotel de lujo.

El silencio se hizo incómodo. Lucía bajó la mirada, ofendida. No estaba acostumbrada a que alguien la enfrentara de ese modo.

De regreso al camión, ninguno habló durante un largo rato. El motor y la música eran lo único que llenaban el aire.

Finalmente, Lucía suspiró.
—No quise sonar mal, Martín. Solo me cuesta… adaptarme.
—Y a mí me cuesta sentir que me mirás como si lo mío no valiera —dijo él, sin apartar la vista de la carretera.

Lucía lo observó en silencio. Era la primera vez que veía ese orgullo tan fuerte en él. Y, a su manera, le gustaba: significaba que no se dejaba pisotear por nadie.

Tras varios kilómetros, Martín aflojó.
—Perdón, Lu. No soy de enojarme… pero la ruta es mi vida, ¿entendés? Y cuando parece que no la valoran, me salta la defensiva.

Ella sonrió suavemente.
—Entonces enséñame a verla como vos la ves.

Martín la miró de reojo, y una sonrisa cómplice volvió a unirlos.

En la siguiente parada, él le mostró cómo revisar el camión: el aceite, las ruedas, los espejos. Lucía lo miraba fascinada, aunque fingía fastidio.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 18.09.2025

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