El viaje con Lucía había sido un oasis para Martín. En la ruta, con ella a su lado, el mundo parecía más simple: solo el sonido del motor, el horizonte abierto y su risa llenando los silencios. Habían compartido noches de confidencias, comidas improvisadas y hasta los silencios se habían vuelto cómodos.
Pero al regresar, el aire cambió. En el pequeño pueblo, las miradas pesaban, y pronto llegaron los rumores a oídos equivocados.
Una tarde, al bajar del camión, Martín se encontró con su madre esperándolo en la vereda. La mujer, seria y con los brazos cruzados, lo miraba fijo.
—Necesitamos hablar —dijo sin rodeos.
Entraron a la casa, y allí estaba también Carolina, la madre de Tomás. Ambas lo esperaban como si hubieran estado ensayando un juicio.
Martín tragó saliva.
—¿Qué pasa?
Carolina fue la primera en hablar.
—Me enteré que estuviste de viaje con esa mujer… ¿cómo se llama? ¿Lucía?
El tono de su voz estaba cargado de reproche.
—Sí —respondió Martín con calma, aunque por dentro se tensaba—. Y no es “esa mujer”. Es mi pareja.
El silencio fue denso. Su madre intervino entonces:
—Martín, no podés exponer así a Tomás. El chico ya bastante ha pasado con la separación como para ahora enterarse de que su padre anda paseando con otra por las rutas.
Martín frunció el ceño.
—Tomás sabe que estoy con Lucía. Y la respeta.
La joven soltó una risa irónica.
—¿Respetar? Es su madre la que debería estar a tu lado, no una extraña. ¿Te olvidás de quién soy yo en la vida de tu hijo?
La madre de Martín asintió, apoyando a la muchacha.
—Mirá, hijo. Nadie dice que no tengas derecho a rehacer tu vida, pero con alguien de afuera, con otra historia, con otros problemas… No es lo correcto. Menos si eso complica la relación con tu hijo.
Martín apretó los puños.
—¿No lo correcto para quién? ¿Para ustedes? Yo soy feliz con Lucía. Ella me acompaña, me entiende, me hace bien.
Carolina lo interrumpió, la voz cargada de emoción.
—¿Y yo? ¿Y Tomás? ¿No te das cuenta de que todavía podríamos ser una familia? ¿Que lo único que necesita tu hijo es ver a sus padres juntos?
La madre de Martín suspiró.
—Martín, pensá con la cabeza. Estás dejando que la emoción te nuble. Esa mujer puede ser buena, pero no tiene lugar en esta familia.
El camionero se levantó abruptamente, la silla chirrió contra el piso.
—No hablen de Lucía como si fuera un error.
Laura lo miró con lágrimas contenidas.
—El error es olvidarte de dónde venís, de quién es tu familia, de lo que Tomás necesita.
Martín salió de la casa con el corazón encogido, las palabras clavadas en su mente como cuchillos. Por primera vez en mucho tiempo, la certeza de su relación con Lucía se tambaleó.
En el silencio de la ruta, mientras encendía el motor de su camión, se preguntó si realmente podía sostener esa felicidad que había encontrado con ella frente a tantas presiones.
El rugido del motor le respondió, pero la duda ya se había instalado.
La rutina en el restaurante había vuelto a ser sofocante para Lucía, pero desde que Martín apareció en su vida, todo parecía más llevadero. Él solía pasar a verla, a veces con flores compradas en una estación de servicio, otras con dulces de ruta que siempre justificaba con un “me acordé de vos”. Era su manera rústica de quererla.
Sin embargo, las últimas semanas algo en él había cambiado. Lucía lo notaba en las pequeñas cosas: el silencio más largo en los mensajes de WhatsApp, la mirada perdida cuando estaban juntos, la manera en que desviaba ciertos temas de conversación.
Una tarde, después del turno en la cocina, se encontraron en el barcito de la esquina, como solían hacer.
—Estás raro —le dijo Lucía, dejando la taza de café a un lado.
Martín levantó la vista, sorprendido.
—¿Raro? No… estoy cansado. Fue una semana larga.
—Ya sé lo que es estar cansado, Martín —replicó, mirándolo fijamente—. Pero esto no es cansancio. Es como si estuvieras conmigo y al mismo tiempo… en otro lado.
Él bajó la mirada, jugueteando con el sobrecito de azúcar.
—Son cosas mías. Problemas de la ruta, del trabajo.
—¿Y desde cuándo no podés hablarme de tus problemas? —su voz tembló levemente, pero mantuvo la firmeza—. Si yo estoy acá es también para eso.
Martín suspiró. Quería decirle lo que había pasado, contarle el encuentro con Carolina y con su madre, pero el peso de las palabras lo detenía. Si lo hacía, sentía que la heriría.
—No quiero cargarte con más cosas —dijo al fin.
Lucía apoyó una mano sobre la suya.
—No me cargas. Me alejás cuando no me contás nada.
El silencio se instaló entre ellos. Martín le sonrió apenas, como quien promete algo que sabe difícil de cumplir.
Esa noche, ya en la soledad de su camión estacionado, Martín no pudo dormir. El rostro de Lucia y las palabras de su madre lo perseguían. “No tiene lugar en esta familia.” Esa frase lo carcomía. Miró la foto de Tomás que llevaba colgada en el espejo retrovisor y el pecho se le apretó.
¿Qué derecho tengo de complicarle la vida al nene por querer lo mío?
Encendió el celular y abrió el chat con Lucía. Había mensajes de ella, fotos tontas desde la cocina, un “te extraño” escrito con prisa. Se le humedecieron los ojos, pero no respondió.
Los días siguientes, la grieta se fue ensanchando.
Lucía, harta de la frialdad, lo enfrentó en su departamento una noche de sábado. Había cocinado unas pastas para él, como las que solía preparar al comienzo de su relación, esperando despertar esa complicidad de antes.
—Decime la verdad. ¿Pasa algo conmigo? —preguntó de golpe, mientras servía el vino.
Él se quedó quieto, con el tenedor en el aire.
—No, Lu. No es con vos.
—¡Claro que es conmigo! —alzando la voz, con lágrimas contenidas—. ¿O te pensás que no me doy cuenta? Me mirás como si tuvieras que pedirme perdón todo el tiempo.