Lucía había decidido enfocarse en su cocina más que nunca. Cada plato preparado era una manera de mantenerse ocupada y de recordar que su vida no dependía de nadie, aunque cada memoria de Martín aún la acompañara.
—“¿Otra vez pensativa, chef?” —preguntó Valeria mientras batía crema para un postre—.
—“Solo recordando… que los sabores no son los mismos sin alguien con quien compartirlos”, respondió Lucía, sonriendo con tristeza.
El restaurante estaba lleno de aromas que la reconfortaban: ajo, manteca, especias frescas. Cada plato terminado era un pequeño triunfo, y los elogios de los clientes la hacían sonreír a pesar de todo.
—“Señora Lucía, este risotto está perfecto… ¿tiene algún secreto?” —preguntó un cliente.
—“Amor por la cocina… y un poco de práctica llorando mientras se cocina”, bromeó Lucía, provocando risas en la mesa.
Aunque se mantenía ocupada, la vida no era sencilla. Las llamadas de Martín eran cortas y prudentes, y las noticias sobre Tomás siempre recordaban la decisión que había tomado: dejarlo por su bienestar. Aun así, cada mensaje, cada pequeño “¿cómo estás?” le daba fuerza y le recordaba lo mucho que había amado.
Por las noches, después del trabajo, Lucía se sentaba en la terraza con Morgana, recordando risas, viajes y kilómetros compartidos, aprendiendo poco a poco a convivir con la nostalgia mientras seguía creciendo en su carrera.
Martín continuaba recorriendo rutas interminables, entregando cargas y viviendo la vida del camionero. Cada amanecer era una mezcla de paisajes increíbles y la tristeza que lo acompañaba desde que Lucía se había ido.
—“Si pudiera invitarla a cada amanecer… ella entendería por qué amo tanto esta vida”, pensaba mientras ajustaba el volante.
Tomás seguía siendo su prioridad, y aunque disfrutaba de cada momento con el niño, los recuerdos de Lucía estaban presentes en cada conversación, en cada broma y en cada parada en ruta.
En un pueblo pequeño, mientras descansaba en un café junto a la carretera, Martín recibió un mensaje de Lucía con una foto de un plato recién horneado:
—“Parece que se te extraña hasta en la cocina”, murmuró para sí mismo, sonriendo con nostalgia.
La ruta seguía siendo su refugio, pero también un recordatorio constante de lo que había perdido: risas compartidas, viajes improvisados y la complicidad que solo ella sabía crear. Cada kilómetro recorrido era un recordatorio de su amor imposible, pero también de la fortaleza que ambos estaban desarrollando, cada uno a su manera.
—“Quizás algún día… el mundo nos deje coincidir otra vez”, pensaba mientras arrancaba el motor, con la esperanza guardada en el fondo del corazón.
Lucía había aprendido a manejar la soledad y a encontrar alegría en su cocina. Cada plato era un recordatorio de su independencia, de su pasión y de la fuerza que había encontrado en sí misma. Sin embargo, a veces, cuando una receta no salía perfecta o un cliente le decía algo divertido, su mente inevitablemente viajaba a los momentos compartidos con Martín.
—“Si tan solo pudiera enseñarle a alguien más a reír como él…”, murmuró para sí misma mientras revolvía la salsa de tomate.
Morgana ronroneó a sus pies, como si entendiera que los recuerdos pueden ser tan dulces como amargos.
Un mensaje breve de Martín apareció en su teléfono: “Hoy vi un amanecer que te hubiera encantado. Pensé en vos.”
Lucía sonrió con melancolía. Pequeños gestos como ese la hacían sentir que, aunque separados, seguían compartiendo fragmentos de sus vidas.
Mientras tanto, Martín seguía recorriendo rutas, entregando cargas y haciendo paradas improvisadas. Cada paisaje hermoso le recordaba a Lucía: el brillo del sol en la ruta, el aroma de pan recién horneado en una panadería de pueblo, incluso la risa de Tomás al contarle una travesura.
—“No puedo simplemente dejar de pensar en ella… y tampoco quiero”, murmuraba mientras manejaba, con la radio acompañando sus pensamientos.
Un día, mientras se detenía en un mirador, Martín sacó su teléfono y revisó fotos antiguas: la primera vez que Lucía subió al camión, el desastre de harina que Tomás había hecho, la risa compartida durante el viaje a ese pequeño pueblo. Cada imagen era un recordatorio de lo que habían tenido, y del vacío que seguía presente.
Sin embargo, ambos comenzaron a notar algo importante: podían seguir adelante. Lucía encontró nuevos desafíos en la cocina, clientes que la elogiaban y una rutina que la fortalecía. Martín seguía siendo un papá ejemplar, viajando y cumpliendo con su responsabilidad, pero aprendiendo a llevar en el corazón la memoria de un amor que lo marcó profundamente.
La distancia y la rutina les enseñaban algo crucial: aunque no estuvieran juntos, la vida continuaba, y sus recuerdos podían coexistir con la esperanza de que cada uno encontrara su camino, sin perder la ternura de lo que habían compartido.
—“Quizás algún día, en algún cruce de ruta o aroma de cocina, nos volvamos a encontrar… y hasta entonces, seguiremos adelante”, pensó Lucía, mientras Morgana acomodaba en su regazo.
—“Ella sigue ahí… aunque no pueda abrazarla ahora, cada amanecer me recuerda que la vida es hermosa… y que la llevé conmigo”, pensó Martín, mirando el horizonte desde su camión.