Dos meses después
El restaurante estaba en plena inauguración de una nueva temporada. Había sido un éxito: reservas completas, clientes satisfechos, y hasta críticas prometedoras en un par de revistas gastronómicas. Lucía, agotada pero feliz, decidió quedarse al cóctel que organizó el dueño para agradecer al personal.
Se había vestido diferente a como solía hacerlo: un vestido sencillo, negro, que realzaba su elegancia natural. Nada de delantal ni gorro de chef. Esa noche era solo Lucía.
Entre las risas y el bullicio, se acercó un hombre con una copa en la mano. Tenía unos cuarenta años, traje impecable y una mirada franca que inspiraba confianza.
—Disculpá, ¿vos sos la chef de esta maravilla? —preguntó, señalando el buffet de la mesa central.
Lucía sonrió, algo tímida.
—Sí… o al menos lo intento.
—Entonces dejame felicitarte. Soy Andrés, importo vinos para restaurantes y hoteles. —Le tendió la mano con cordialidad.
Ella la estrechó. La calidez de su gesto la sorprendió.
—Lucía. Encantada.
Andrés se quedó un momento en silencio, como si la observara con genuina curiosidad.
—Te lo habrán dicho mil veces, pero tenés una energía muy particular. Estás en todos lados a la vez y sin embargo parecés tranquila.
Lucía se rió, negando con la cabeza.
—Tranquila no soy. Pero gracias por el cumplido.
La charla fluyó de manera natural. Andrés hablaba de vinos con pasión, contaba anécdotas de viajes por viñedos en Mendoza y hasta imitaba a un cliente francés que había confundido un Malbec con jugo de uva. Lucía no recordaba la última vez que había reído tanto con alguien que recién conocía.
En un momento, él la miró directamente a los ojos.
—Me encantaría invitarte a cenar un día. Y no, no para hablar de vinos —dijo, con un guiño que la descolocó.
Lucía parpadeó, sorprendida. Su primera reacción fue decir que no, que estaba ocupada, que no buscaba nada. Pero algo en su interior —tal vez la necesidad de avanzar, de no quedarse atrapada en un recuerdo— la hizo responder:
—Está bien… me gustaría.
Andrés sonrió ampliamente, como si no esperara que aceptara tan fácil.
Cuando él se alejó para hablar con otros invitados, Lucía se quedó mirando su copa. Sabía que Andrés era amable, encantador, alguien que podía ofrecerle estabilidad y complicidad. Y sin embargo, mientras el murmullo del salón la envolvía, una punzada la atravesó.
En su cabeza, la voz de Martín seguía viva, cantando aquella canción en la ruta.
"Tú tienes la llave de mi corazón…"
Lucía suspiró hondo. Quizás había aceptado salir con Andrés, pero en el fondo sabía que Martín seguía ocupando un lugar al que nadie más podía llegar.
El restaurante elegido por Andrés no era uno cualquiera: estaba en una terraza con vista a la ciudad iluminada, mesas pequeñas y velas que titilaban al compás de la brisa nocturna.
Lucía llegó unos minutos tarde, nerviosa. No porque no quisiera estar allí, sino porque sentía que estaba dando un paso extraño, como si caminara sobre un puente que aún no sabía a dónde conducía.
Andrés ya la esperaba, impecable, con una botella de vino abierta y dos copas servidas.
—Creí que no ibas a venir —bromeó al verla.
—¿Por qué? —Lucía arqueó una ceja.
—Porque parecías dudar cuando aceptaste. Pero me alegra que estés acá.
Ella sonrió con cortesía y tomó asiento. La conversación fluyó con naturalidad: hablaron de cocina, de viajes, de lo difícil que era mantener la calma en un servicio lleno de clientes. Andrés tenía historias divertidas y un humor ligero que contagiaba.
—Siempre admiré a quienes cocinan —dijo él mientras probaba un bocado—. Pero lo tuyo es otra cosa. Sos como… un artista.
Lucía bajó la mirada, incómoda con los halagos.
—No sé si tanto. Solo hago lo que me apasiona.
—Eso se nota. —Andrés la observó con interés—. ¿Sabés? Me intriga mucho tu mundo… y también vos.
Lucía se mordió el labio. Quiso responder algo ingenioso, pero de pronto un recuerdo la golpeó: la primera vez que Martín la miró de esa manera, con esa mezcla de curiosidad y ternura, en aquella estación de servicio.
Sacudió la cabeza, intentando volver al presente.
—¿Y vos? —preguntó—. ¿No tenés a alguien que te espere en casa después de un día de trabajo?
Andrés hizo una mueca.
—Hace años que estoy solo. Hubo historias, claro, pero nada que perdurara.
Se hizo un breve silencio. Lucía, sin querer, comparó esa respuesta con la de Martín. Él no había estado solo: había tenido a su hijo, una familia a medias, un pasado complejo. Un pasado que aún dolía.
Andrés notó que ella se había quedado callada.
—Perdón, ¿te incomodé?
—No, no. —Lucía sonrió suavemente—. Solo pensaba en lo complicado que es a veces… encontrar a la persona indicada.
—Tal vez sea porque buscamos demasiado. —Andrés levantó su copa—. O porque no nos damos la oportunidad cuando aparece.
Ella chocó su copa con la de él, aunque por dentro sabía que esas palabras no encajaban del todo en su corazón.
La velada continuó con risas, vino y promesas ligeras. Andrés era amable, atento, incluso caballeroso cuando la acompañó hasta su auto.
—La pasé muy bien, Lucía. Me gustaría repetirlo.
Ella dudó un instante. Lo miró a los ojos, intentó imaginar cómo sería caminar de su mano, cómo sería besar a alguien que no fuera Martín. Y sin embargo, un eco volvió a retumbar en su interior:
"Tú tienes la llave de mi corazón…", la canción que él le había dedicado, grabada en su memoria.
—Yo también la pasé bien —respondió finalmente.
Andrés se inclinó como para besarla en la mejilla, y Lucía aceptó el gesto con una sonrisa, aunque dentro de ella la confusión crecía.
Cuando él se alejó, ella se quedó un rato en el auto, mirando la noche. Había intentado dar un paso hacia adelante, pero sentía que aún caminaba con el peso de un amor que nunca se había terminado.