Un amor fuera de ruta

21-El eco de una mirada

El restaurante estaba lleno esa noche. Lucía, agotada pero de buen ánimo, había aceptado la invitación de Andrés: una cena elegante, en un lugar al que ella pocas veces iba por placer y no por trabajo. Se había puesto un vestido simple, de tonos claros, y un perfume sutil que aún conservaba la esperanza de hacerla sentir viva.

—Te juro que esta vez la vas a pasar bien, sin pensar en ollas ni comandas —le dijo Andrés, tomándola de la mano al entrar.

Lucía sonrió, intentando convencerse de que tenía razón.

Lo que no sabía era que, en ese mismo restaurante, Martín había reservado una mesa con la madre de Tomás. No era un plan romántico: era más bien un intento de “salir en familia”, de reconstruir algo que nunca había estado del todo firme. Ella lo había convencido de probar, de al menos intentarlo, “por Tomás”.

Martín aceptó a regañadientes, porque en el fondo, aunque quisiera creer que hacía lo correcto, había una parte de sí que seguía resistiéndose.

Entraron casi al mismo tiempo. Fue cuestión de segundos: la mirada de Martín cruzándose con la de Lucía.

El mundo se detuvo.

Lucía sintió cómo el corazón se le disparaba. Andrés, distraído, hablaba con el anfitrión. Martín se quedó paralizado en medio del pasillo, con su acompañante preguntándole algo que no escuchó.

—¿Estás bien? —preguntó Carolina, extrañada.

—Sí… sí —respondió él, bajando la mirada, intentando recomponerse.

Pero Lucía y él ya habían compartido ese instante, esa chispa silenciosa que gritaba todo lo que no podían decir en voz alta.

El destino fue cruel: los acomodaron en mesas relativamente cercanas. Tan cerca que podían escucharse las risas, tan cerca que podían sentir las miradas robadas entre plato y plato.

Andrés le contaba una anécdota graciosa a Lucía, pero ella apenas podía concentrarse. A cada carcajada fingida, sus ojos se desviaban hacia Martín, que jugaba nervioso con la servilleta, evitando mirar demasiado pero cayendo siempre en la tentación.

La madre de Tomás hablaba sobre el colegio del niño, sobre planes familiares, sobre vacaciones de verano. Martín asentía mecánicamente, pero cada palabra le sonaba hueca porque su atención estaba en la mesa de al lado, en la mujer que había amado y que aún amaba con todo lo que era.

En un momento, Andrés notó el cambio en la expresión de Lucía.
—¿Te pasa algo? —preguntó, tocándole la mano.

Ella respiró hondo y sonrió débilmente.
—No, nada. Estoy bien.

Martín, al escuchar esa risa forzada de ella, apretó los dientes. La conocía demasiado bien: sabía cuándo estaba sonriendo de verdad y cuándo fingía. Y eso lo mataba.

La velada se hizo interminable. Cada bocado, cada palabra, se sentía como un recordatorio cruel de lo que nunca podrían recuperar.

Cuando por fin ambos se levantaron para irse, el encuentro fue inevitable: en el pasillo de salida, quedaron frente a frente.

Lucía con Andrés de la mano.
Martín con la madre de su hijo al lado.

Salieron en direcciones opuestas, pero el aire quedó impregnado de lo no dicho. Esa noche, ni Lucía ni Martín pudieron dormir. Cada uno, al lado de alguien más, con el corazón latiendo en otra parte.

Martín – La ruta

La noche estaba despejada, pero Martín sentía que el cielo lo aplastaba. Había salido del restaurante con Caro y la había llevado hasta su casa. Ella hablaba de cosas triviales —el uniforme del colegio, la lista de útiles, la idea de un viaje familiar—, pero él apenas podía responder.

En cuanto la dejó y volvió a subir al camión, todo lo que había reprimido durante la cena explotó.

Apoyó las manos en el volante y golpeó con fuerza.
—¡Mierda, Lucía! —gritó, con la voz quebrada.

La imagen de ella, sentada a metros de distancia, riendo con otro hombre, lo perseguía sin tregua. Pero lo que más lo destrozaba era esa mirada que habían compartido al salir. Ese segundo donde los dos habían dicho todo sin mover los labios.

"Todavía me amás. Todavía te amo. Pero no podemos."

Encendió la radio para distraerse, pero fue peor: justo sonaba una canción lenta, y cada palabra parecía escrita para ellos. Tuvo que apagarla de inmediato.

Se quedó en silencio, solo con el ruido del motor. Su mente era un torbellino: la culpa por estar con la madre de su hijo solo “por obligación”, la rabia de ver a Lucía con otro, y el dolor de aceptar que había elegido un camino sin retorno.

Miró el celular. Abrió el chat de Lucía, ese que seguía vacío desde hacía meses. Sus dedos temblaron sobre el teclado. “¿Cómo estás?” escribió… y luego borró el mensaje.
—No. Ya no tengo derecho.

Arrancó el camión y se lanzó a la ruta, como si la velocidad pudiera dejar atrás el peso de su corazón.

Lucía – La cocina

En su departamento, Lucía se quitó el vestido con prisa y se puso el viejo uniforme de cocina. Había decidido amasar pan para calmarse, aunque fuera medianoche.

Golpeaba la masa con fuerza, como si cada movimiento fuera un intento de expulsar de su cuerpo la tensión de la noche. Andrés había sido amable, incluso dulce, pero ella no había podido dejar de sentir los ojos de Martín sobre ella.

—No… basta, Lucía. —se dijo en voz baja, respirando hondo—. Vos elegiste seguir adelante. Él eligió otra vida.

Aun así, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

"¿Por qué me miró así? ¿Por qué, si ya no somos nada, todavía me duele tanto verlo?"

Se sentó un momento, agotada, con las manos llenas de harina. En la mesa, el celular vibró: un mensaje de Andrés.

“Gracias por esta noche. Sos especial, Lucía. Ojalá me dejes mostrarte cuánto.”

Ella lo leyó varias veces, con una mezcla de ternura y culpa. Andrés no tenía la culpa de su tormenta interna. Era un buen hombre, uno que realmente se esforzaba por hacerla sentir querida.

Pero cuando cerró los ojos, no vio a Andrés. Vio a Martín. Vio esa mirada rota que la atravesaba como un cuchillo.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 29.09.2025

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