El día amaneció despejado, con un cielo tan azul que parecía pintado. Martín conducía tarareando bajito una canción de Los Redondos, mientras Lucía intentaba peinarse con la ayuda del espejito del parasol.
—Esto es imposible —se quejó, tirándose el pelo hacia atrás—. ¿Cómo hacés para vivir sin espejo grande?
—No necesito. Si el camión arranca, yo ya estoy presentable —respondió él, riendo.
Cuando llegaron al siguiente parador, el lugar estaba lleno de camioneros desayunando. El aire olía a café recalentado y medialunas recién salidas del horno. Lucía entró detrás de Martín, sintiéndose observada: pocas veces una mujer joven, con pinta de citadina, se veía en esos ambientes.
—Mirá, la nueva copilota de Martín —gritó uno de los camioneros, levantando la taza.
—¿Y encima chef? Este se sacó la lotería —agregó otro.
Lucía se sonrojó, mientras Martín los saludaba con la mano.
—No les hagas caso, son peores que los chicos de secundaria —le murmuró él al oído.
Ya en la barra, pidieron dos cafés y unas medialunas. El mozo, un hombre robusto con delantal manchado de harina, los miró y dijo en voz alta:
—¿Qué, Lucía? ¿No vas a inspeccionar si mis medialunas pasan la prueba Michelin?
La carcajada general hizo que Lucía abriera los ojos sorprendida.
—¿Cómo sabés mi nombre? —preguntó.
Martín se atragantó con el café.
—Yo… puede que les haya contado que sos chef.
Lucía lo fulminó con la mirada, pero enseguida no pudo evitar reírse.
—Bueno, entonces vamos a ver —dijo, tomando una medialuna y mordiéndola con gesto teatral—. Mmm… la masa está un poco seca, el almíbar podría estar mejor distribuido, pero… —hizo una pausa, mirando al mozo que la miraba nervioso—. ¡Aprobado!
Todos aplaudieron y el mozo levantó las manos al aire, triunfante. Martín la miró entre divertido y orgulloso.
—Ya está, ahora sos oficialmente parte del gremio —le dijo en voz baja.
Cuando salieron del parador, ambos seguían riéndose.
—No puedo creer lo que hiciste —dijo Martín, subiendo al camión.
—¿Qué? Solo usé un poco de humor. Mejor que quedarse callada y sentirme un bicho raro, ¿no?
—Tenés razón. Igual te aviso que ahora te van a pedir recetas cada vez que te vean.
Lucía se recostó en el asiento, aún sonriendo.
—No me importa. Hace mucho que no me divertía así.
La miró de reojo, y por un instante pensó en lo fácil que era estar con ella. Entre confesiones profundas y carcajadas improvisadas, ella parecía encajar en su vida como si siempre hubiera estado ahí.
La ruta volvió a tragárselos, con el eco de las risas todavía flotando en la cabina.
La tarde caía sobre la ruta como una manta dorada. El camión avanzaba despacio por un tramo solitario, rodeado de campos interminables. Lucía miraba el horizonte por la ventanilla, con la cabeza apoyada en el vidrio. El sol le dibujaba un halo rojizo en el pelo, y Martín, de vez en cuando, desviaba la mirada del camino para observarla.
Era un silencio cómodo, de esos que no necesitan palabras. Pero a la vez, había algo en el aire que pesaba: una tensión suave, latente, como una canción que está a punto de empezar.
—¿En qué pensás? —preguntó él al fin, rompiendo la calma.
—En que… —Lucía dudó, mordiéndose el labio—. Nunca imaginé que la ruta pudiera ser tan… íntima.
—¿Íntima? —repitió Martín, arqueando una ceja.
—Sí. —Ella giró para mirarlo—. Te obliga a estar presente. No hay distracciones, solo vos, el camino… y quien te acompaña.
Él sonrió, aunque en su interior esas palabras le encendieron algo.
—Supongo que nunca lo había pensado así. Para mí la ruta es rutina, trabajo. Pero ahora… —se interrumpió, bajando la mirada al volante.
Lo miró expectante.
—¿Ahora qué?
—Ahora la siento distinta —dijo él, apenas audible.
Un silencio cargado se instaló. El motor del camión y el canto de algún grillo eran los únicos sonidos alrededor.
Lucía carraspeó.
—Yo tampoco esperaba esto.
—¿Esto?
—Sí. Que todo se diera tan rápido, tan fuerte. No sé qué nombre ponerle todavía.
Martín se acomodó en el asiento, incómodo. No era hombre de hablar de sentimientos, pero ahí estaba, con la garganta apretada y el corazón golpeando.
—Yo… —empezó, y luego se calló.
Lucía lo observó con ternura.
—Podés decir lo que quieras. No me voy a reír.
Soltó un suspiro y, por fin, se animó:
—Cuando estoy con vos siento que no soy solo un camionero que vive en la ruta. Siento que… valgo más.
Lucía quedó en silencio, conmovida.
—No digas eso —murmuró—. Vos valés mucho. Con o sin camión.
Él la miró de reojo, y la seriedad en sus ojos la desarmó.
—Es que nadie me lo había hecho sentir antes —confesó él.
La noche empezaba a caer. Estacionaron en un descampado para descansar. Afuera, el cielo estaba cubierto de estrellas. Lucía bajó del camión y se quedó mirando arriba, maravillada.
—Parece que se cayeron todas las estrellas juntas —dijo.
Martín se acercó, quedándose a su lado. Por un momento, la miró más que al cielo.
—¿Sabés qué pienso? —murmuró él.
—¿Qué?
—Que sos la única persona que podría convencerme de mirar más allá de la ruta.
Se giró hacia él. El aire se volvió espeso, lleno de palabras que ninguno se atrevía a decir. Él levantó una mano, despacio, y apartó un mechón de cabello que el viento le había pegado en la cara.
—Lucía… —susurró.
Ella cerró los ojos por un instante, sintiendo la caricia. Cuando volvió a mirarlo, estaba más cerca. Demasiado cerca.
—esto no estaba en mis planes —dijo, con voz temblorosa.
—En los míos tampoco —respondió él.
El silencio volvió a cubrirlos, pero esta vez era distinto: un silencio cargado de latido, de deseo contenido, de algo que ya no podían negar.
Lucía bajó la mirada, intentando ganar tiempo.
—¿Y si todo esto es un error?
—Entonces quiero equivocarme con vos —contestó él, firme.