El motor del camión se fue apagando lentamente, hasta quedar en un silencio extraño. El aire de la noche olía a pasto húmedo y a tierra recién regada por la lluvia. La carretera estaba casi desierta, y al costado, un pequeño descampado ofrecía un refugio improvisado para descansar unas horas antes de seguir viaje.
Martín estacionó el camión con esa habilidad que ya parecía un reflejo automático, y suspiró, girando la cabeza hacia Lucía. Ella lo miraba en silencio, con una media sonrisa que le iluminaba la cara.
—Bueno… —dijo él, apoyando los codos sobre el volante—. Hotel cinco estrellas, vista a las estrellas. No digas que no te consiento, ¿eh?
Ella rió bajito, acomodándose el pelo detrás de la oreja.
—Mejor que muchos hoteles en los que estuve. Aunque no sé si la cama será tan cómoda…
—¡Ah! —Martín golpeó suavemente el respaldo del asiento—. Este asiento reclinable es más fiel que yo. —Hizo una pausa y luego rectificó, ruborizado—. O sea, que yo también soy fiel, ¿eh? No me malinterpretes…
Lucía lo observó con ternura, viendo cómo se enredaba solo con sus palabras. Ese desparpajo la desarmaba.
—Tranquilo. Te creo. —Lo dijo con una dulzura que hizo que él bajara la mirada, como si no estuviera acostumbrado a que lo tomaran en serio de esa forma.
Un silencio suave se instaló entre los dos. Afuera, las estrellas brillaban como miles de pequeños faroles. Adentro, solo se escuchaba la respiración de ambos y el leve tic-tic del motor enfriándose.
Lucía tomó la iniciativa.
—¿Sabés que nunca me imaginé acá? —dijo, mirando por la ventanilla—. Yo siempre pensé que mi vida iba a ser cocina, cuchillos, ollas y gritos de servicio. Y ahora estoy en medio de la nada, en un camión, con vos.
La miró de costado, con los ojos brillándole en la penumbra.
—¿Y eso es bueno o malo?
Ella giró la cabeza lentamente hacia él.
—Es… diferente. Y creo que me gusta.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, flotando como si no tuvieran peso. Martín sintió que el pecho se le apretaba. Había manejado camiones cargados hasta el límite, pero nunca un silencio tan cargado de significado.
—Lucía… —empezó, dudando, rascándose la nuca—. Yo no soy un tipo fácil. Tengo un hijo, un pasado complicado, y… no quiero hacerte daño.
Ella no lo interrumpió. Lo escuchaba con atención, con esa calma suya que lo hacía sentir vulnerable y seguro a la vez.
—A veces pienso que lo mejor sería… —siguió él, bajando la voz—. Mantener las distancias. No arrastrarte a mis problemas.
Lucía estiró su mano despacio, hasta posarla sobre la de él. La piel áspera de sus dedos se estremeció con ese contacto.
—¿vos sentís lo mismo que yo? —preguntó ella, con un tono casi susurrado.
Él la miró fijamente, como si buscara coraje en sus propios pensamientos. Y por fin asintió.
—Sí. Y me da miedo.
—A mí también —confesó, apretando un poco más su mano—. Pero prefiero tener miedo con vos, que sentirme segura sin vos.
Las palabras lo atravesaron como un rayo. Martín no pudo evitar sonreír, con los ojos húmedos.
—Tenés una forma rara de convencer, ¿sabés?
Ella sonrió también, inclinándose un poco hacia él.
—No estoy tratando de convencerte. Estoy tratando de decirte que te elijo.
Martín la observó en silencio unos segundos, hasta que finalmente cedió. Se inclinó hacia ella, despacio, como si tuviera miedo de romper algo frágil. Sus labios se encontraron en un beso suave, tembloroso, cargado de una ternura inesperada.
No fue un beso de urgencia, ni de pasión desbordada. Fue un beso que hablaba de confianza, de promesas no dichas, de todo lo que estaban dispuestos a arriesgar por estar juntos.
Cuando se separaron, Lucía apoyó la frente contra la de él.
—¿Ves? No dolió tanto.
Martín soltó una pequeña risa nerviosa.
—No… dolió nada. Al contrario. Me siento como si estuviera vivo de nuevo.
Ella acarició su mejilla, dejando que el silencio hablara por los dos. Después, apoyó la cabeza sobre su hombro, mientras él la rodeaba con un brazo fuerte pero cuidadoso.
Afuera, la ruta seguía ahí, infinita y silenciosa. Pero dentro del camión, esa noche, había nacido algo que ninguno de los dos se atrevía a poner en palabras. Algo más fuerte que el miedo, más intenso que la soledad: un amor que recién empezaba a escribirse.
La radio vieja del camión chisporroteaba, buscando señal mientras avanzaban por la ruta. Era de esas radios que nunca sintonizaban del todo bien, pero Martín se negaba a cambiarla porque decía que “ya era parte del paisaje del camión”.
Lucía, que iba en el asiento del copiloto, lo miraba de reojo mientras él tamborileaba los dedos en el volante.
—¿Qué hacés? —preguntó divertida.
—Estoy esperando que suene… —respondió él, frunciendo el ceño como si pudiera controlar la programación con la mente.
—¿Esperando qué?
Martín sonrió, misterioso.
—Una canción.
Lucía levantó una ceja.
—¿Y qué canción sería?
—Paciencia, mujer. Cuando aparezca, vas a saberlo.
La carretera se extendía infinita, salpicada por campos verdes que parecían no terminar nunca. El cielo estaba despejado, con un sol que empezaba a dorar todo lo que tocaba.
De pronto, la estática cedió y una guitarra suave comenzó a sonar. Martín enderezó la espalda, como si hubiera estado aguardando justo ese momento.
—¡Ahí está! —exclamó, subiendo el volumen.
Lucía escuchó con atención. Era una canción melódica, sencilla, con letra de esas que parecían escritas para un corazón en silencio. La voz hablaba de caminos largos, de esperas, de un amor que llegaba tarde pero llegaba fuerte.
Martín no la miraba; tenía los ojos fijos en el horizonte. Pero su voz grave se coló entre los versos, tarareando primero y luego cantando en voz baja.
Lucía lo observó, conmovida. Había algo en su forma de cantar —desafinado, sin pulir, pero auténtico— que le estrujaba el pecho.