Un amor fuera de ruta

11-El cerco

El recuerdo de aquella tarde —la visita de Carolina al restaurante— seguía latiendo en la mente de Lucía como un eco constante. Desde entonces, algo se había quebrado, aunque todavía no podía ponerle nombre.

Martín llegaba cada vez más cansado, más distante. Intentaba sonreírle, seguir como si nada, pero Lucía sabía leerlo. Lo conocía en sus silencios, en esos gestos pequeños que delataban que estaba luchando contra un peso invisible.

Una noche, mientras cenaban juntos en el pequeño departamento de Lucía, el silencio se volvió insoportable.

—¿Hasta cuándo va a durar esto, Martín? —preguntó ella, apartando los cubiertos.

Él levantó la mirada, desconcertado.
—¿Esto?

—El cerco —respondió Lucía, con la voz baja pero firme—. Todo lo que nos rodea… tu pasado, Carolina, las miradas, los comentarios. Yo… yo siento que nos están asfixiando.

Martín apoyó los codos en la mesa y se tomó la cara con las manos. Permaneció así un instante antes de hablar.
—Lu, yo nunca quise que vos cargaras con todo esto. Te lo dije al principio… mi vida no es fácil. Tomás siempre va a ser mi prioridad, y Carolina… —se interrumpió, buscando las palabras— Carolina sabe cómo apretar donde más duele.

Lucía respiró hondo.
—Yo no quiero competir con tu hijo, Martín. Ni con tu rol como padre. Lo único que me duele es sentir que, por más que te ame, nunca es suficiente.

Él estiró la mano y la tomó con fuerza, como si temiera perderla en ese instante.
—No digas eso. Vos sos lo mejor que me pasó en mucho tiempo.

Lucía lo miró a los ojos, y allí estaba la verdad: lo amaba con todo su ser, pero también sabía que el amor no siempre podía con todo.

—¿Y entonces? —susurró.

Martín bajó la mirada, y por primera vez no tuvo respuesta.

Un silencio pesado se instaló entre los dos, un silencio que decía más que cualquier palabra. Afuera, la ciudad seguía su curso: las bocinas, las voces lejanas, la vida que continuaba. Pero dentro de ese departamento, algo invisible comenzaba a agrietarse.

Lucía apoyó la cabeza en su hombro, cerrando los ojos, intentando retener ese instante antes de que la grieta se hiciera demasiado grande. Y aunque ninguno lo dijo en voz alta, los dos lo sintieron: el cerco se estaba cerrando, y pronto no habría escapatoria.

Los días se habían vuelto una carrera entre el volante del camión y las voces que lo perseguían. Martín sabía que la ruta era su refugio, pero ni siquiera el rugido del motor lograba acallar lo que su madre y Carolina le repetían una y otra vez.

Una tarde, al regresar del viaje, lo esperaba su madre en la casa, con ese gesto de severidad que lo devolvía a la adolescencia.

—Sentate, Martín. Tenemos que hablar.

Él obedeció, aunque ya sabía de qué se trataba.

—Mamá, si vas a empezar otra vez con lo mismo…

—¡Claro que voy a empezar otra vez! —lo interrumpió ella, tajante—. Porque parece que no escuchás. ¿Vos sabés lo que dicen en el pueblo? Que andás paseando con esa mujer como si fueras un soltero sin responsabilidades. ¿Y Tomás? ¿Dónde queda tu hijo en todo esto?

Martín respiró hondo.
—Lucía nunca me hizo elegir entre ella y Tomás. Nunca.

—No hace falta que lo haga —replicó su madre—. Esa mujer no es parte de tu familia, y nunca lo será. Y si seguís con ella, vas a terminar alejando a tu hijo.

Martín apretó los puños, conteniendo la rabia.
—Tomás me quiere, y también le tiene cariño a Lucía. ¿Por qué no pueden ver eso?

—Porque los chicos dicen que sí a todo, pero lo que realmente necesitan es a sus padres juntos.

Unos días después, Carolina lo citó en una cafetería del centro. No era casual: siempre elegía lugares públicos, como si quisiera asegurarse de que él no pudiera gritar ni escapar.

—Martín, dejemos de dar vueltas —dijo La mujer, directa, mientras removía el azúcar en su taza—. Vos y yo sabemos que todavía podemos ser una familia.

—Caro… —empezó él, cansado.

—No me digas que no lo pensaste alguna vez. Tomás lo necesita. Ayer me dijo que sería feliz si volviera a vernos juntos. ¿Sabés lo que me dolió? No poder prometerle nada.

Martín sintió un nudo en la garganta.
—Yo… quiero lo mejor para él. Pero también tengo derecho a buscar mi felicidad.

La muchacha lo miró fijo, con una mezcla de dulzura y manipulación.
—¿Y no puede tu felicidad ser lo mismo que la de tu hijo?

Martín se quedó callado, con la culpa oprimiéndole el pecho.

Esa noche, buscó refugio en Lucía. La invitó a dar una vuelta por la ruta corta, con la excusa de llevar una carga liviana a la ciudad vecina. Ella aceptó encantada, feliz de volver a compartir el camión, como en sus mejores días.

En el trayecto, Lucía se recostó contra él, sonriendo.
—Extrañaba esto… el ruido del motor, el olor a ruta… y vos.

Martín la miró de reojo. Su corazón quería gritarle que también la extrañaba, que no podía vivir sin ella, pero las palabras se ahogaban en la garganta.

—Sí, yo también lo extrañaba —dijo apenas.

Lucía lo miró, buscando su mirada.
—¿Seguro? Porque siento que estás… no sé… lejos.

Él tragó saliva.
—No, estoy acá. Con vos.

Pero incluso al decirlo, sabía que no era verdad. Su cuerpo estaba allí, su mano en el volante, su sonrisa forzada… pero su mente estaba atrapada en una telaraña de voces que no lo dejaban en paz.

Lucía, con esa intuición que siempre la acompañaba, apoyó su mano en la de él.
—Martín, lo único que quiero es que seas sincero. No conmigo. Con vos mismo.

Las palabras lo atravesaron como un cuchillo. Él quiso responder, pero el silencio se adueñó de la cabina. Y en ese silencio, Lucía entendió que algo muy grande estaba ocurriendo.

Esa noche, de vuelta en su casa, Martín se dejó caer en la cama, exhausto. Cerró los ojos y vio a Tomás sonriendo, vio a Carolina, vio a su madre… y luego vio a Lucía, con esa mirada limpia que le pedía que no la soltara.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 29.09.2025

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