Un amor fuera de ruta

23-La fecha

Lucía abrió el correo electrónico una vez más, como si las letras pudieran cambiar mágicamente.
"Confirmamos su contrato en Barcelona. Fecha de inicio: 15 de marzo."

Las manos le temblaban al leerlo. Era la oportunidad que había soñado desde hacía años: trabajar en una cocina internacional, aprender nuevas técnicas, abrirse camino en el mundo gastronómico. Sin embargo, en lugar de alegría plena, sentía un nudo en la garganta.

—¿Y bien? —preguntó Andrés, apoyado en el marco de la puerta, con una sonrisa expectante.

Lucía levantó la vista.
—Es oficial. Me esperan en Barcelona.

Andrés entró a la sala y la abrazó con entusiasmo.
—¡Es increíble! Sabía que lo lograrías. Y si querés, puedo acompañarte unos meses, ¿sabés? No sería problema pedir licencia.

Ella sonrió, agradecida, pero dentro de sí se encendió una alarma. ¿Estaba lista para que Andrés formara parte de ese nuevo capítulo? ¿O quería hacerlo sola?

Los días siguientes fueron un torbellino de trámites, maletas y despedidas programadas. Lucía iba de un lado a otro: papeles, pasaporte, recetas anotadas en un cuaderno que pensaba llevar como amuleto. En la cocina del restaurante, sus colegas la abrazaban con lágrimas y promesas de visita.

Pero cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Martín aparecía.
"¿Barcelona… es cierto?"
La manera en que lo dijo, como si cada sílaba le doliera, se repetía en su mente sin descanso.

Una noche, mientras guardaba utensilios y revisaba papeles, tomó la copa de vino que solía acompañarla en sus reflexiones. Miró la maleta semiabierta en la habitación y murmuró:
—¿Realmente estoy lista para dejarlo todo atrás?

Sabía que estaba tomando la decisión correcta para su carrera. Pero el corazón no siempre entiende de lógica.

Andrés llegó más tarde con flores.
—Te van a encantar en España —le dijo—. Pero yo sé que vas a volver. Tu lugar está acá.

Lucía sonrió, pero por dentro pensó: ¿Y si mi lugar ya no existe?

Era una tarde pesada en la ruta. El calor hacía vibrar el asfalto y el motor del camión parecía quejarse a cada kilómetro. Martín se detuvo en una estación de servicio para cargar combustible y tomar un café rápido.

En la mesa de al lado, reconoció una voz familiar. Era Mariela, la prima de Fabián, una de esas que siempre estaba al tanto de todo.

—¡Martín! —lo saludó con entusiasmo, acercándose—. ¡Qué sorpresa!

Él sonrió con cortesía.
—Hola, Mari. ¿Todo bien?

Ella, sin filtro, lanzó la bomba:
—Che, ¿sabías que Lucía ya tiene fecha para viajar? Barcelona, ¡qué grosa!

El café se le atragantó. Tosió, intentando disimular, pero el corazón le golpeaba fuerte.
—¿Fecha? —repitió, con la voz ronca.

—Sí, me dijo mi amiga del restaurante. Se va el quince de marzo. Imaginate, allá la van a adorar. Siempre supe que tenía talento para volar alto.

Martín bajó la mirada, apretando el vaso de plástico entre las manos. Quince de marzo. Una fecha concreta, inamovible, que de pronto se convirtió en una cuenta regresiva.

—Bueno… me alegro por ella —murmuró, forzando una sonrisa.

Pero cuando volvió al camión, las palabras rebotaban en su cabeza como un martillo. Quince de marzo. Barcelona.

Encendió la radio y, como si el destino se burlara de él, comenzó a sonar una canción de Abel Pintos. Tuvo que apagarla de golpe. El dolor era insoportable.

Se quedó un rato mirando la ruta vacía frente a él.
—Si se va… —susurró—, esta vez no hay vuelta.

El silencio lo envolvió. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió un vacío que ni el rugido del motor podía llenar.

Los días parecían correr más rápido de lo normal. Cada amanecer le recordaba a Lucía que estaba más cerca de su partida. Barcelona se acercaba como un tren imposible de detener.

El restaurante fue el primer lugar donde se despidió. Sus compañeros la rodearon en la cocina con abrazos, risas y lágrimas.
—¡Vas a brillar allá! —le dijo Camila, su mejor amiga del trabajo, entregándole un delantal con los nombres de todos bordados a mano.
Lucía lo abrazó fuerte, sintiendo que dejaba una parte de su corazón en ese lugar.

En su casa, organizó una pequeña cena con su familia. Su madre estaba orgullosa, aunque no dejaba de preguntarle si volvería pronto.
—Es solo un año, mamá —respondió Lucía, sonriendo, aunque por dentro no estaba tan segura.

Andrés, siempre atento, se encargó de acompañarla a cada trámite, de recordarle cosas que ella olvidaba, de sostenerla cuando el cansancio la vencía.
—Cuando vuelvas, vamos a tener un hogar juntos —le prometió una noche, mientras le acariciaba la mano.
Lucía sonrió, pero el eco de esa promesa le dolió. Porque aunque quería creer en esas palabras, algo dentro de ella seguía atado a un recuerdo que no lograba arrancar.

Cada despedida era un paso más cerca de la partida. Pero había una que todavía no había enfrentado. La más difícil. La que la asustaba más que el viaje mismo.

Martín.

El encuentro fue casi inevitable. Una tarde de marzo, pocos días antes de su vuelo, Lucía lo llamó. Su voz temblaba al teléfono.
—Necesito verte. Antes de irme.

Martín guardó silencio unos segundos. Después, aceptó.

Se encontraron en un café de la ciudad, lejos de conocidos. Cuando entró, Lucía lo vio sentado junto a la ventana, con el mate en la mano y la mirada perdida. El corazón le dio un vuelco.

—Hola —dijo ella, apenas un susurro.

—Hola —contestó él, levantándose.

Se sentaron frente a frente. El silencio fue incómodo al principio, hasta que Lucía lo rompió:
—Me voy en tres días.

Martín asintió, tragando saliva.
—Lo sé.

Ella lo miró fijamente.
—No quería irme sin despedirme de vos.

Él bajó la vista.
—No tenías por qué.

—Sí —insistió Lucía, con la voz quebrada—. Porque aunque la vida nos haya llevado por caminos distintos, vos… vos fuiste lo más real que sentí en mucho tiempo.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 29.09.2025

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