Un amor fuera de ruta

24-La espera en el aeropuerto

El murmullo del aeropuerto era un vaivén de voces, pasos apurados y maletas rodando por el piso. Lucía estaba sentada frente a la puerta de embarque, con el pasaporte en la mano y el corazón en un puño.

Había llegado temprano, pero cada minuto se estiraba como una eternidad. Revisaba el celular a cada rato, como si un mensaje pudiera cambiarlo todo. Como si todavía existiera la mínima posibilidad de que Martín apareciera.

Valeria, su amiga, la acompañaba con una sonrisa forzada.
—¿Estás bien? —preguntó, aunque la respuesta era obvia.

—Sí… —murmuró Lucía, apretando los labios—. Solo… no pensé que doliera tanto.

El altavoz anunció que en media hora comenzarían a embarcar. Lucía tragó saliva, intentando convencerse de que era el paso correcto. Barcelona la esperaba, con nuevas oportunidades y un futuro abierto. Pero en su pecho, la esperanza absurda seguía latiendo: que él llegue, que me diga que me quede, que me abrace como la primera vez.

Miró la puerta de entrada una y otra vez. Cada vez que alguien aparecía, su corazón se agitaba, para después hundirse en la decepción.

—¿A quién esperás? —preguntó su amiga con suavidad.

Lucía sonrió con tristeza.
—A alguien que sé que no va a venir.

El reloj avanzaba implacable. Cuando anunciaron el embarque, sintió un vacío insoportable. Se levantó, abrazó a su amiga y caminó hacia la fila, arrastrando la maleta.

Antes de entregar el pasaje, se giró una última vez hacia el hall. Lo buscó con la mirada, desesperada, como si pudiera aparecer en el último segundo.

Pero no estaba.

Respiró hondo, con lágrimas contenidas, y entregó el boleto.

Mientras avanzaba por el túnel que la llevaba al avión, entendió que estaba dejando atrás más que un país. Estaba dejando a Martín, a ese amor que la había marcado de por vida.

Y aun así, en lo más profundo de su corazón, sabía que cada vez que escuchara una canción de Abel Pintos, cada vez que el aroma de un asado o el rugido de un camión le rozara los sentidos, lo recordaría. Siempre.

El reloj del tablero del camión marcaba la medianoche cuando Martín estacionó en un rincón apartado del aeropuerto. No tenía entregas, no tenía razones para estar ahí. Y aun así, había conducido horas para llegar hasta ese lugar.

Sabía que Lucía volaba esa noche. Lo había marcado en su mente desde que escuchó la fecha. El quince de marzo ya no era un simple día: era el fin de algo que nunca había podido comenzar como debía.

Se bajó del camión y caminó hasta la entrada principal. Las luces blancas del aeropuerto lo encandilaron, y el bullicio de las maletas y las familias despidiéndose lo envolvió como un ruido lejano.

Podría entrar. Podría buscarla. Podría decirle que se quedara, que él la amaba, que siempre la amó.

Pero no lo hizo.

Se quedó de pie, detrás de un enorme ventanal que daba a la sala de embarque. Desde ahí, la vio. Lucía, sentada con su amiga, con los ojos brillantes de emoción y tristeza. Cada gesto de ella era un puñal: la manera en que apretaba el pasaporte contra el pecho, cómo miraba la entrada cada tanto, como si lo esperara.

Martín apoyó la frente contra el vidrio frío.
—Lo siento, Lucía… —murmuró.

Sabía que si cruzaba esa puerta, si la abrazaba, ella se quedaría. Y no podía cargarla con esa decisión. Ella merecía cumplir su sueño, brillar en esa cocina al otro lado del mundo. Él, en cambio, estaba atado a la ruta, a su hijo, a una vida que no podía soltar.

Cuando anunciaron el embarque, la vio levantarse. Y la vio girar, buscando con la mirada algo, alguien. Sintió cómo el corazón se le partía al darse cuenta de que lo buscaba a él.

Dio un paso hacia la puerta. Uno solo. Pero se detuvo.

Apretó los puños, conteniendo las lágrimas. Y se quedó ahí, inmóvil, viendo cómo Lucía desaparecía detrás del control de embarque.

No la detuvo. No la llamó.

La dejó volar.

Cuando el avión despegó, Martín volvió al camión. Encendió el motor y, antes de arrancar, miró el cielo nocturno. Una estela de luces se perdía en lo alto.

—Que seas feliz, mi amor —susurró, con la voz quebrada—. Aunque no sea conmigo.

Y arrancó, perdiéndose otra vez en la ruta, con el alma rota y el silencio como único compañero.

La ruta estaba desierta, iluminada solo por la línea intermitente de los faros del camión. Martín conducía sin rumbo fijo, sin entrega pendiente, sin destino real. Solo quería estar en movimiento, como si al avanzar pudiera dejar atrás el dolor que lo carcomía por dentro.

Pero no podía.

El silencio de la cabina era insoportable. Ni siquiera la radio encendida lograba distraerlo; cada canción, cada melodía le recordaba a Lucía. Apagó todo y quedó con el rugido del motor como único sonido, un eco metálico que parecía latir al mismo compás de su corazón roto.

En su mente, la imagen se repetía una y otra vez: ella sentada en la sala de embarque, con la mirada perdida entre la esperanza y la despedida. Y él, cobarde o generoso —no sabía cuál de las dos cosas—, observándola desde lejos, incapaz de moverse.

—Podría haberla detenido… —murmuró en voz baja, con la vista fija en la ruta.

Y al instante se corrigió:
—No. No tenía derecho.

Golpeó el volante con la palma de la mano, un gesto de frustración que apenas alivió la presión en su pecho. ¿Qué clase de amor era ese, que lo obligaba a renunciar, que lo hacía elegir el silencio en lugar del grito?

Se detuvo en una estación de servicio, compró un café aguado y volvió al camión. La soledad era tan densa que sentía que podía tocarla.

Sacó el celular. Abrió la conversación con Lucía. El último mensaje de ella estaba ahí: “Te voy a extrañar siempre”.
Martín escribió algo, lo borró. Escribió otra cosa, lo borró otra vez. Y finalmente guardó el teléfono sin enviar nada.

Porque ¿qué podía decirle? ¿Qué la amaba? ¿Qué había estado ahí, mirándola partir como un fantasma? ¿Qué deseaba con todo su ser haber corrido hacia ella y abrazarla hasta que el mundo se detuviera?



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 29.09.2025

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