Un amor fuera de ruta

25-Barcelona, un cielo nuevo

El avión aterrizó suavemente en la pista del El Prat. Lucía se ajustó el cinturón mientras sentía un cosquilleo extraño en el estómago: mezcla de emoción, miedo y una nostalgia que ya empezaba a doler.

Cuando bajó del avión, un aire distinto la envolvió. Más húmedo, más frío, con ese olor a mar que parecía colarse en cada rincón de Barcelona. Levantó la vista: el cielo estaba cubierto de nubes que dejaban filtrar apenas unos rayos pálidos. Aun así, todo parecía nuevo, enorme, lleno de posibilidades.

Con la valija en mano, caminó entre la multitud. Todo le parecía vertiginoso: los acentos diferentes, la velocidad de la gente, los carteles en catalán mezclados con castellano.

—Vamos, Lucía —se dijo a sí misma, apretando los labios—. Esto es lo que siempre soñaste.

Pero la voz interior se quebró apenas un poco. Porque en ese mismo instante, un recuerdo la golpeó: Martín apoyado en el volante, mirándola con esos ojos cansados, con esa sonrisa torpe que la hacía sentir en casa.

Sacudió la cabeza, como si pudiera borrar la imagen.

Al salir al hall principal del aeropuerto, un hombre con un cartel que decía “Chef Lucía Torres” la esperaba. Era un asistente del restaurante que la había contratado. Con amabilidad, le tomó la valija y la guió hasta un auto.

El trayecto hacia la ciudad fue un desfile de imágenes que parecían postales: edificios antiguos mezclados con modernos, el Mediterráneo brillando a lo lejos, la Sagrada Familia alzándose como un gigante detenido en el tiempo. Lucía miraba todo con los ojos bien abiertos, sintiéndose pequeña pero, al mismo tiempo, parte de algo grande.

Llegaron a su departamento: un piso modesto, de paredes blancas y un pequeño balcón con vista a una calle estrecha. Dejó la valija en la habitación, se acercó al balcón y respiró profundo. El aire de Barcelona tenía un sabor distinto, salado y fresco.

—Lo lograste… —susurró, casi incrédula.

Pero apenas pronunció esas palabras, sintió un vacío en el pecho. Lo había logrado, sí. Estaba allí, cumpliendo un sueño que muchos envidiarían. Y, sin embargo, ¿por qué parecía tan incompleto?

Sacó el celular del bolsillo. Lo encendió. Ni un mensaje.

Abrió la galería y se encontró con una foto: ella y Martín en aquella primera escapada en el camión, riéndose por alguna tontería. Se le humedecieron los ojos.

—Deberías estar acá —dijo en un murmullo, como si él pudiera escucharla a miles de kilómetros.

Se dejó caer en la cama, agotada por el viaje y por la tormenta de emociones. El techo blanco del departamento la miraba fijo, indiferente. Y ella entendió que, aunque había llegado a Barcelona, una parte de su corazón se había quedado en la ruta, en la cabina de un camión, junto a él.

Cerró los ojos, y mientras el sueño la vencía, se prometió a sí misma algo:
Cumpliría su sueño, sí. Pero jamás dejaría de recordarlo.

La primera mañana en Barcelona comenzó temprano, con el sonido del despertador en su pequeño departamento. Lucía se levantó con una mezcla de nervios y adrenalina; su delantal nuevo la esperaba doblado sobre la silla. Se recogió el cabello con firmeza, como si ese gesto pudiera darle seguridad, y salió rumbo al restaurante.

El Restaurante Mirall, donde había conseguido trabajo, estaba en el corazón del Eixample. Tenía un aire elegante y moderno: ventanales amplios, decoración minimalista y un ritmo frenético en la cocina que se percibía incluso desde la puerta de entrada.

—Tú debes de ser Lucía —la recibió un hombre alto, de cabello oscuro y sonrisa confiada—. Soy Jordi, el jefe de cocina. Bienvenida.

—Gracias —respondió ella, con un acento que la delataba de inmediato.

Él le devolvió la sonrisa y la condujo a la cocina. El espacio era luminoso, amplio, lleno de acero inoxidable y voces que se superponían en catalán, castellano, inglés. Todo parecía al mismo tiempo caótico y perfectamente orquestado.

Lucía se puso el delantal y respiró hondo. Allí estaba su nuevo campo de batalla.

—Hoy solo observa, mañana empiezas de lleno —le dijo Jordi.

Pero la curiosidad y la pasión la empujaron a adelantarse. Sin que nadie se lo pidiera, comenzó a ayudar con las verduras, a mover ollas, a escuchar órdenes que no iban dirigidas a ella pero que ya memorizaba.

Una de las cocineras, una mujer rubia llamada Clara, la miró de reojo.
—Eres rápida. ¿Dónde trabajabas antes?

—En Argentina. Manejaba un restaurante.

—Ah… entonces sabes lo que es esto. Aquí no hay margen de error —respondió Clara, en un tono que sonaba a advertencia.

Lucía asintió. Sabía perfectamente que las cocinas de alta exigencia eran campos de fuego. Y lo aceptaba.

Mientras cortaba cebollas con precisión, sintió ese cosquilleo en el pecho: la cocina volvía a ser su refugio, el único lugar donde podía olvidar, aunque fuera por unas horas, el vacío que le había dejado Martín.

Pero incluso entre los vapores y el ruido de los platos, su recuerdo aparecía. El sonido del cuchillo contra la tabla se transformaba en el eco de su risa. El aroma del pan recién horneado le recordaba las veces que él pasaba por su restaurante solo para verla.

“Concéntrate, Lucía”, se dijo a sí misma, apretando los labios.

Al final del turno, Jordi se acercó y le dio una palmada en el hombro.
—Nada mal para el primer día. Tienes mano, y eso no se enseña.

—Gracias, de verdad —contestó ella, sonriendo con cansancio.

Salió del restaurante entrada la noche. Barcelona vibraba a su alrededor: turistas en las terrazas, luces cálidas en las calles, el murmullo de una ciudad que no dormía. Caminó hasta su departamento, y al llegar, se sirvió una copa de vino.

Se asomó al balcón. Desde allí, la calle estrecha parecía otro mundo, ajeno al suyo. Dio un sorbo y pensó: “Estoy donde siempre soñé… ¿por qué me siento tan incompleta?”

El celular vibró en la mesa. Un mensaje de Andrés, aquel nuevo compañero que empezaba a rodearla en España:
“¿Qué tal tu primer día? Mañana te invito un café, lo mereces.”



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 29.09.2025

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