Un amor fuera de ruta

26-La Ruta sin Ella

El amanecer encontraba a Martín siempre en el mismo lugar: detrás del volante, con el mate tibio en el termo y el horizonte abriéndose frente a él como una herida interminable. La ruta era su casa, pero desde que Lucía se había ido, se sentía más como una prisión.

El camión rugía bajo sus manos, pero el sonido no le traía paz. Recordaba los viajes en que ella lo había acompañado, cuando el silencio se llenaba con su risa, con su voz preguntando cosas absurdas solo para hacerlo hablar. Ahora, en cambio, cada kilómetro era un recordatorio de lo solo que estaba.

En la radio sonaba un tema de Abel Pintos, y Martín, con un nudo en la garganta, bajó el volumen. Desde que Lucía se había ido, cada canción parecía hablar de ella.

—No se puede vivir así… —murmuró, golpeando el volante suavemente.

Cuando llegaba a destino, trataba de distraerse con los compañeros camioneros. En las paradas hablaban de fútbol, de política, de las eternas quejas de la vida en la ruta. Martín se reía, hacía chistes, pero apenas subía al camión, la soledad lo golpeaba de nuevo.

En casa tampoco era distinto. Tomás lo miraba con una mezcla de curiosidad y preocupación.

—Pa… ¿vos estás bien? —le preguntó una noche, mientras cenaban fideos.

Martín levantó la vista, tragó saliva y fingió una sonrisa.
—Claro que sí, campeón. Solo estoy cansado.

El chico asintió, aunque no le creyó del todo. Y Martín supo que su hijo tenía razón. No estaba bien.

Lo intentaba, claro. Salía con la madre de Tomás, como si pudieran reconstruir lo que ya no existía. Pero cada vez que lo hacía, se sentía un impostor. Sabía que en el fondo, esa ilusión no era por amor, sino por el deseo de darle a su hijo una familia completa.

Una noche, después de dejar a Tomás dormido, se quedó en la cocina con una cerveza. Abrió el celular y miró la foto de Lucía. Esa que nunca había podido borrar.

Su dedo rozó la pantalla como si pudiera acariciarla.
—Estás tan lejos… y yo tan perdido.

Guardó el celular, apagó la luz y se fue a la cama. Pero el sueño no llegó.

Martín giraba de un lado a otro, preso de la misma pregunta:
¿Había hecho lo correcto al dejarla ir?

No había respuesta. Solo el vacío.

Al día siguiente volvió a la ruta. El camión se convirtió otra vez en su refugio y en su castigo. Kilómetros y kilómetros de asfalto, con un único pensamiento clavado como espina: ella, del otro lado del océano, viviendo la vida que él no podía darle.

El camión rugía sobre el asfalto como un animal cansado. Martín llevaba horas conduciendo, apenas deteniéndose en estaciones de servicio para llenar el tanque y comprar café barato que no quitaba el sueño, pero sí lo amargaba más.

La vida en la ruta había vuelto a ser lo de antes: kilómetros interminables, silencios pesados y el mismo asiento vacío a su lado. Solo que ahora ese vacío tenía nombre, rostro, risa, perfume. Lucía.

Se sorprendía a sí mismo hablándole en voz baja, como si todavía estuviera allí, riéndose de sus ocurrencias.

—Mirá, Lu, ¿ves esos campos? Son iguales a los que pasamos la primera vez… —susurró una tarde, y enseguida se dio cuenta de lo ridículo que sonaba.

Golpeó el volante con un suspiro frustrado.

En casa, las cosas tampoco eran fáciles. Tomás, cada vez más grande, le pedía tiempo, atención, historias antes de dormir. Martín lo amaba con todo, pero sentía que la mitad de sí estaba rota.

—Papá, ¿estás triste? —preguntó Tomás una noche, mirándolo con esos mismos ojos que había heredado.

Martín tragó saliva, tratando de sostener la voz.
—Un poco, campeón. Pero estoy bien porque te tengo a vos.

El chico asintió, aunque la inocencia no le impedía percibir la verdad.

Y estaba Caro, la madre de Tomás, que había vuelto a su vida de forma inesperada. Ella intentaba ser amable, acercarse, retomar cierta rutina familiar. A veces cocinaba para los tres, a veces lo acompañaba a llevar al nene a la escuela.

—Podríamos intentarlo de nuevo, Martín —le dijo una tarde, mientras lavaban los platos juntos.

Él la miró en silencio, con una mezcla de gratitud y distancia. Laura había sido parte importante de su vida, madre de su hijo, pero cada fibra de su cuerpo gritaba otro nombre.

—No lo sé… —respondió al fin, bajando la mirada.

Carolina suspiró, resignada.
—Todavía la amás, ¿verdad? Esa mujer… la chef.

Martín apretó los labios. No hizo falta responder.

En la ruta, el dolor se volvía aún más agudo. Cada canción que sonaba en la radio le recordaba a aquella noche en que le había dedicado a Lucía esa melodía de Abel Pintos. Cada parada en un bar de carretera le hacía revivir su risa, su curiosidad, su manera de ver belleza en lo cotidiano.

Una madrugada, estacionó el camión en la banquina y salió a fumar. El cielo estaba cubierto de estrellas. Pensó en ella, en Barcelona, quizá caminando por calles llenas de historia, quizá brillando en cocinas que él jamás vería.

Se le humedecieron los ojos.

—Espero que estés feliz, Lu… —susurró, dejando que el humo se llevara las palabras.

Subió de nuevo al camión, giró la llave y volvió a la ruta. No sabía cómo seguir, pero al menos sabía una cosa: aunque la hubiera dejado ir, su corazón seguiría viajando con ella.

El sol recién asomaba cuando Martín encendió el camión. La bocanada de humo del escape se confundía con el vapor de su propio aliento. Era una mañana fría en la Patagonia, pero él ya estaba acostumbrado. Lo que no lograba acostumbrar era el frío que le quedaba por dentro.

Desde que Lucía había partido, la ruta ya no era lo mismo. Antes, cada kilómetro era un motivo para pensar en ella, en lo que le contaría cuando se vieran, en qué excusa inventaría para invitarla a un nuevo viaje. Ahora, en cambio, el asfalto parecía interminable, un recordatorio de la distancia que los separaba.

—Papá, ¿hoy me podés llevar a entrenar? —preguntó Tomás desde la mesa, con la boca llena de tostadas.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 29.09.2025

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