La ruta todavía olía a aventura. Lucía, con el pelo desordenado y una sonrisa que le costaba borrar, recordaba cada momento del viaje en el camión: la música desafinada de Martín cantando a todo pulmón, el café compartido en un termo gastado, el primer beso robado en un atardecer de carretera.
Esa noche, mientras guardaba cajas en el pequeño depósito de su restaurante, el celular vibró. Era Martín.
—Lu, tengo que contarte algo… —dijo con una voz que sonaba rara, como si arrastrara un peso.
—¿Qué pasa? —preguntó, encendiendo todas las alarmas internas.
—Carolina volvió.
Lucía se quedó en silencio, con la respiración entrecortada. Sabía perfectamente quién era Carolina. La madre de Tomás. La mujer que había formado parte de la vida de Martín mucho antes que ella.
—¿Volvió? ¿A qué te referís? —atinó a decir, apretando el celular contra la oreja.
—A la ciudad. Quiere… acercarse al nene. Dice que quiere recuperar el tiempo perdido. —Martín hizo una pausa larga antes de añadir—: Y también quiere hablar conmigo.
Lucía se apoyó contra la pared fría, intentando ordenar la maraña de emociones. Celos, miedo, inseguridad.
—¿Y vos qué sentís con eso? —preguntó al fin, con un hilo de voz.
Martín tardó en contestar.
—Siento… confusión. Ella es la madre de mi hijo, Lu. Y aunque la historia entre nosotros terminó hace años, no sé qué lugar quiere tener ahora.
El silencio se estiró hasta doler.
Lucía cerró los ojos, buscando calma.
—Martín… yo no quiero ser un obstáculo entre vos y tu familia. Pero necesito que seas claro conmigo.
Él suspiró del otro lado de la línea.
—Lo sos todo para mí, Lu. Todo. Pero no sé cómo manejar esto.
Esa noche, Lucía se quedó en vela. En la cocina, entre el aroma a pan horneado y ollas apiladas, sentía que el mundo se le tambaleaba. Apenas empezaban a construir algo hermoso y ya se interponía una sombra.
Mientras tanto, Martín recibía un mensaje en su celular: “Podemos hablar mañana. Es importante, por Tomás y por nosotros.”
Era Carolina.
Él miró la pantalla, con el corazón dividido, y se preguntó si era posible amar a una mujer con todo su ser y, al mismo tiempo, estar atado para siempre a otra por lazos que nunca se romperían del todo.
Martín estaba sentado en una mesa del bar de la estación de servicio. El reloj marcaba las seis de la tarde y las luces fluorescentes iluminaban con frialdad las mesas metálicas. Enfrente, Carolina removía distraída el café con una cucharita, sin mirarlo directamente.
Hacía años que no estaban frente a frente así. Y aunque el tiempo había pasado, todavía había una familiaridad incómoda entre ellos.
—Gracias por venir —dijo ella al fin, con un tono suave, casi calculado.
—Era necesario, Caro —respondió Martín, con el ceño fruncido.
Hubo un silencio espeso. El ruido de la cafetera detrás de la barra parecía amplificarse en esa pausa.
—Quiero volver a estar en la vida de Tomás —soltó ella de golpe—. No quiero que me vea como una extraña.
Martín respiró hondo.
—Es tu hijo. Tenés derecho. Pero también sabés lo que duele que aparezcas y desaparezcas.
Carolina bajó la mirada, apretando los labios.
—Lo sé. Me equivoqué. No estuve cuando me necesitaban, y no hay excusa que valga. Pero ahora… ahora estoy en otra etapa. Quiero enmendarlo.
Martín la observó, tratando de descifrar si esa voz arrepentida era real o una ilusión pasajera.
—Tomás no necesita promesas, Caro. Necesita constancia.
Ella lo miró por fin, con los ojos brillantes.
—Y yo necesito saber si vos… si vos estás dispuesto a dejarme entrar de nuevo.
Las palabras cayeron como piedras entre ellos. Martín se removió incómodo en la silla.
—Esto no es sobre vos y yo —dijo con firmeza—. Es sobre Tomás.
Carolina suspiró.
—Pero también es sobre nosotros, Martín. No podemos fingir que no compartimos una historia. Que no fuimos familia.
El camionero apretó la mandíbula. Recordaba los buenos momentos, pero también las discusiones, los portazos, la distancia. Y ahora, en su corazón, había otra mujer.
—Tengo a alguien en mi vida, Caro. Y la amo. —Lo dijo casi como un acto de defensa, aunque al pronunciarlo pensó en Lucía y sintió que el pecho se le encendía.
Carolina asintió lentamente, pero sus labios dejaron escapar una leve sonrisa irónica.
—La chef. Ya me enteré. ¿Creés que va a entender lo que implica estar conmigo y con Tomás en el medio?
Martín se inclinó hacia adelante, mirándola fijo.
—No metas a Lucía en esto.
El silencio volvió, cargado de tensión.
Carolina dejó la cucharita sobre el platillo y se levantó.
—Voy a luchar por mi hijo, Martín. Te guste o no. Y si en el camino también recupero algo de vos… mejor.
Martín se quedó solo en la mesa, con el café frío frente a él y una sensación amarga en el pecho.
Sabía que lo más difícil apenas estaba empezando.
Lucía estaba en el restaurante, terminando de acomodar unas bandejas en la cocina después del servicio de la tarde. Llevaba las manos enharinadas y el cabello recogido, con ese brillo en los ojos que siempre aparecía cuando estaba en su elemento.
La campanita de la puerta sonó y, al levantar la vista, se encontró con una mujer que no conocía. Alta, elegante, con un perfume fuerte que llenó el lugar en segundos. Llevaba un vestido sencillo, pero con un aire de seguridad que imponía distancia.
—Hola… ¿puedo ayudarte? —preguntó Lucía, limpiándose las manos con un repasador.
La mujer la observó unos segundos, como evaluándola. Luego sonrió, pero no con dulzura, sino con un gesto calculado.
—Vos debés ser Lucía.
Lucía arqueó las cejas.
—Sí… ¿nos conocemos?
—No directamente. Soy Carolina. La mamá de Tomás.
Las palabras le golpearon el pecho como un mazazo. El aire pareció espesarse en la cocina.
—Ah… —Lucía intentó sonreír, aunque sentía un nudo en el estómago—. Encantada.