Un amor fuera de ruta

16-El extraño que ame

La ruptura había caído como un mazazo, aunque ninguno de los dos se animó a llamarla de esa manera en el instante exacto. Fue un “necesito tiempo”, un “mejor que no nos veamos un tiempo”, un “no quiero hacerte daño”. Pero, en el fondo, ambos sabían que esa despedida era algo más que una pausa.

Lucía lloraba en silencio mientras recogía su delantal al final del turno en el restaurante. La cocina, que antes era refugio y motor, se sentía hueca. Todo le recordaba a Martín: los chistes tontos que le mandaba por audio, las fotos de los paisajes de ruta que le enviaba de madrugada, el olor a su campera que todavía estaba en su departamento.

Martín, en cambio, había regresado a la ruta con el corazón hecho trizas. Las ruedas del camión giraban sobre el asfalto como un mantra, como si pudieran borrar la imagen de Lucía alejándose de su vida. Pero la verdad era que, cuanto más kilómetros hacía, más presente la sentía.

Esa tarde, el cielo estaba pesado, cargado de nubes grises que amenazaban tormenta. Martín ajustó la radio, buscando distraerse, pero la música solo le traía recuerdos. Cerró los ojos un segundo más de lo debido, cansado, agotado, y cuando volvió a abrirlos, la escena fue demasiado rápida: un auto que se cruzó en la ruta, un volantazo, el chirrido de las ruedas, el golpe brutal.

Todo se apagó.

Días después, Martín abrió los ojos en una habitación blanca, con un pitido constante marcando el compás de su respiración. Sintió la cabeza pesada, como si le hubieran arrancado pedazos de su vida.

—Martín —dijo una voz conocida. Era Carolina, sentada junto a la cama, con los ojos rojos de tanto llorar.

Él la miró, confundido.
—¿Carolina?… ¿Qué hacés acá?

Ella tragó saliva, apretándole la mano con fuerza.
—Estoy acá porque siempre voy a estar. Porque sos el papá de Tomás… y porque te necesito.

Martín quiso recordar. Algo le decía que había más, que alguien más estaba en esa historia. Una sensación vaga, un calor extraño en el pecho. Pero no podía nombrarla. No podía ponerle cara.

Los médicos fueron claros: había perdido fragmentos de memoria reciente. Tal vez volviera, tal vez no. Lo cierto era que, para él, en ese instante, Lucía no existía.

Lucía recibió la noticia del accidente de madrugada, de boca de Valeria. Sintió que el corazón se le paralizaba, y lo primero que quiso hacer fue salir corriendo al hospital. Pero la misma Valeria la frenó:

—Lu, pensá. No sé si es buena idea… no sé en qué estado está, ni si te va a reconocer.

Lucía se quedó helada.
—¿Cómo que no me va a reconocer?

Valeria bajó la mirada, con un suspiro.
—Dicen que perdió parte de la memoria… y que lo único que recuerda bien es a Carolina y a Tomás.

La cocina, la ciudad, todo desapareció alrededor de Lucía. El mundo se redujo a un agujero negro en el estómago.

“¿Y yo? ¿Qué fuimos nosotros entonces? ¿Un sueño que se borró con un golpe?”, pensó, con lágrimas ardiéndole en los ojos.

Se abrazó a sí misma, como si pudiera contener ese dolor que no tenía nombre. Y, por primera vez desde que conoció a Martín, sintió lo más parecido a estar verdaderamente sola.

Lucía entró al hospital con el corazón desbocado. El olor a desinfectante, el frío de los pasillos y el eco de los pasos le parecían irreales. Sentía que flotaba, que caminaba en automático, como si no fuera ella la que estaba ahí.

Preguntó por Martín en recepción y una enfermera la guió hasta la habitación. La puerta estaba entreabierta. Desde el pasillo podía verlo: acostado en la cama, con vendas en el brazo y una herida apenas cicatrizada en la frente. Su respiración era pausada, tranquila. Parecía tan frágil que no se parecía en nada al hombre fuerte de la ruta que ella amaba.

Dio un paso adentro, temblorosa.

—Martín… —susurró, con la voz quebrada.

Él giró la cabeza hacia ella. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, pero no brillaron como antes, no se iluminaron con la chispa que siempre aparecía cuando la veía.

—¿Perdón? —preguntó él, con el ceño fruncido.

Lucía sintió un nudo en la garganta.
—Soy yo… Lucía.

Martín parpadeó, incómodo, como buscando en su memoria un nombre que no encontraba.
—Lucía… no… no sé quién sos.

El aire se le escapó a Lucía de golpe. Se acercó un poco más, desesperada.
—¿Cómo que no? Martín, soy yo… nos conocimos hace meses… estuvimos juntos… viajamos en tu camión… cocinamos en mi casa…

Él negó con la cabeza, cada palabra de ella parecía clavarle una aguja.
—Lo siento, de verdad. No recuerdo nada de eso.

Las lágrimas le quemaban los ojos a Lucía. Quiso tomarle la mano, como tantas veces, pero se detuvo al ver el gesto tenso de él, esa incomodidad de no reconocerla.

En ese momento, Carolina entró a la habitación con una bandeja. Al verla, sonrió apenas y se dirigió a Martín como si nada.
—Traje lo que pediste.

Martín le devolvió la sonrisa cansada.
—Gracias, Caro.

Lucía sintió que el mundo se le desmoronaba. Él recordaba a Carolina, la trataba con familiaridad, mientras a ella la miraba como a una desconocida.

—Mejor me voy —murmuró Lucía, retrocediendo—. Descansá, Martín.

Él solo asintió, sin poder ofrecerle nada más.

Lucía salió de la habitación tambaleándose, apoyándose en la pared del pasillo. Sintió que todo el peso del universo caía sobre su pecho. El hombre que había amado, que había cambiado su vida, no la recordaba. Y lo peor era que, en su lugar, estaba ella… Carolina.

Martín se quedó mirando la puerta mucho después de que Lucía se fuera. Su figura se le había quedado grabada, como una sombra en la retina. No podía ubicarla en ningún recuerdo, pero había algo extraño: una sensación cálida, un vacío raro en el pecho, como si su ausencia dejara un eco imposible de ignorar.

—¿Quién era? —preguntó, casi sin darse cuenta, mientras Carolina acomodaba la bandeja en la mesa.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 29.09.2025

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