Barcelona la recibía con un aire distinto, una mezcla de mar, arte y movimiento. Desde la ventana del taxi, Lucía veía edificios coloridos, balcones con flores y una ciudad vibrante que parecía invitarla a empezar de nuevo. Y, sin embargo, lo primero que sintió al bajar después de un largo día de trabajo fue un vacío en el pecho.
—Ya estás acá, Lu… lo lograste —se dijo a sí misma, intentando sonreír.
El restaurante que la había contratado estaba en el corazón del barrio Gótico. Apenas entró, el aroma a pan recién horneado y aceite de oliva le acarició los sentidos. Era un lugar hermoso, con cocinas abiertas y un equipo diverso que la incluyó con entusiasmo. Todo parecía perfecto.
Pero mientras recorría su espacio de trabajo, una parte de ella se preguntaba qué estaría haciendo Martín en ese mismo instante. ¿Estaría manejando de noche, cantando con la radio como solía hacer? ¿O estaría pensando en ella?
Esa noche, exhausta, salió a caminar por la Rambla. Compró un café y se sentó en una de las bancas, observando la vida pasar. Frente a ella, un músico callejero afinaba su guitarra. Cuando empezó a cantar, Lucía sintió un vuelco en el estómago: la melodía era de Abel Pintos.
No pudo evitar cerrar los ojos. La voz del cantante callejero se mezclaba con los recuerdos: la risa de Martín en la cabina, su manera de mirarla en silencio, el beso que había cambiado todo. Las lágrimas le llenaron los ojos sin pedir permiso.
—Siempre vos… —murmuró, apretando el vaso de café.
Sabía que estaba en el lugar donde siempre soñó trabajar, que tenía la oportunidad que tantos chefs deseaban, pero ninguna cocina del mundo podía apagar lo que sentía.
Esa noche le escribió un mensaje a su amiga en Argentina:
"Estoy feliz, pero incompleta. Es como si hubiera dejado algo más que mi país. Como si hubiera dejado a alguien que me hacía sentir en casa, sin importar dónde estuviéramos."
No lo envió a Martín. No quería cargarlo ni atarlo. Sabía que él había tomado una decisión, que había elegido quedarse con su hijo y su familia. Y ella no lo culpaba: era lo correcto.
Pero mientras caminaba de regreso a su pequeño departamento, el aire salado del Mediterráneo le recordó a él. Y comprendió que, aunque estuviera a miles de kilómetros, Martín seguiría siendo parte de ella, en cada canción, en cada recuerdo, en cada silencio.
Esa noche, al acostarse, cerró los ojos y lo vio sonriendo, apoyado en su camión, mirándola como si fuera lo más importante del mundo.
—Buenas noches, Martín —susurró, dejando que el sueño la llevara.
Y en la ruta, a la misma hora, Martín encendía un cigarrillo en un parador desierto, murmurando al aire:
—Buenas noches, Lucía.
Los días empezaron a armarse en rutinas distintas.
Lucía se levantaba temprano en su pequeño departamento en Barcelona. El olor a café recién molido llenaba la cocina antes de salir rumbo al restaurante. La ciudad la envolvía con su ritmo vibrante: turistas con mapas, mercados rebosantes de colores, artistas en cada esquina. En apariencia, todo era nuevo y emocionante.
Pero en medio de esa vitalidad, su mente volvía, sin querer, a él. En la mesa de pruebas del restaurante, mientras probaba una reducción de vino tinto, de pronto se sorprendía pensando: “Martín odiaría este sabor tan fuerte, pediría una milanesa con papas fritas y listo”. Y no podía evitar sonreír.
Cada tanto se descubría buscando con los ojos una silueta imposible, como si él pudiera aparecer cruzando una plaza en Cataluña con su campera gastada y su paso cansino.
Al mismo tiempo, en Argentina, Martín se hundía en la rutina de la ruta. El camión era su refugio y su castigo. Pasaba horas interminables con el paisaje corriendo a los costados, sin otra compañía que la radio y los recuerdos.
En una estación de servicio, mientras esperaba que cargaran combustible, sacó el celular y vio la pantalla en blanco. Ningún mensaje de ella.
Quiso escribirle: “¿Cómo estás? ¿Te acordás de mí?” Pero borró las palabras una y otra vez. No quería interferir en su sueño.
En el restaurante, Lucía recibía elogios por un plato nuevo. Todos aplaudieron, y alguien le dijo que estaba destinada a ser reconocida en Europa. Ella sonrió, agradeció, pero por dentro la emoción se sentía hueca. ¿De qué servía llegar lejos si la persona que quería que la viera triunfar estaba a miles de kilómetros?
Mientras tanto, Martín, estacionado al costado de la ruta bajo un cielo estrellado, se dejó caer contra el asiento. Tomás dormía en el asiento de atrás, abrazado a un muñeco. Lo miró con ternura y orgullo, pero aun así el vacío no desaparecía.
Sacó su viejo reproductor y puso una canción de Abel Pintos. El recuerdo de la vez que se la dedicó a Lucía lo atravesó como un cuchillo.
“Ella debe estar escuchando otra música ahora, en otro mundo, lejos de mí”, pensó, pero al mismo tiempo, en Barcelona, Lucía pasaba por una feria y escuchaba la misma canción salir de un parlante. Se detuvo en seco. El corazón le dio un vuelco.
Cerró los ojos, y en medio del bullicio de la ciudad, lo sintió cerca. Como si él la estuviera pensando justo en ese momento.
Y no se equivocaba.
Esa era la ironía de sus caminos paralelos: podían estar a miles de kilómetros, con vidas aparentemente nuevas, pero sus corazones seguían latiendo al mismo compás, conectados por un hilo invisible que ni la distancia ni las decisiones podían romper.