Un amor fuera de ruta

28-Vidas prestadas

Lucía llevaba meses en Barcelona. Su carrera estaba creciendo a un ritmo vertiginoso: cada semana había una nueva reseña, una nueva invitación, un nuevo elogio. Y sin embargo, en su vida personal las cosas eran más grises.

Andrés, se había dado la oportunidad de salir con él, era atento y encantador. Compartían cenas, risas, paseos por las calles iluminadas de la ciudad. Podía hablar con él de recetas, de vinos, de libros. Era fácil estar a su lado.
Y, aun así, cada vez que Andrés le tomaba la mano, su mente se escapaba a una cabina de camión iluminada por la radio.

Una tarde, Andrés la sorprendió con entradas para un concierto.
—Sé que extrañás mucho Argentina. Toca un músico argentino —le dijo, con una sonrisa tierna.
Lucía agradeció, pero en medio del recital, cuando las primeras notas de Abel Pintos llenaron el aire, sintió que el corazón se le quebraba. Andrés no lo notó, pero ella cerró los ojos y viajó en silencio a otro tiempo, a otro lugar, a un hombre que no estaba ahí.

Mientras tanto, en Argentina, Martín estaba con la madre de Tomás. Después del accidente y de su confusión, habían intentado reconstruir algo parecido a lo que tuvieron. No era amor como tal, era más bien un pacto silencioso: él quería darle a su hijo una familia, y ella, la ilusión de recuperar lo perdido.

Una noche, los tres cenaban en la casa familiar. Tomás hablaba entusiasmado de la escuela, y la madre reía con cariño. Martín los observaba y sonrió por inercia. Pero por dentro, se sentía ausente.
Cuando ella le rozó la mano, no pudo evitar un sobresalto. Esa chispa que alguna vez encendieron ya no estaba, y él lo sabía.

Más tarde, cuando todos dormían, salió al patio con una cerveza y miró las estrellas.
Pensó en Lucía. Siempre en Lucía.
El vacío que lo acompañaba desde que la dejó en el aeropuerto seguía intacto, como si el tiempo no lo desgastara, sino que lo profundizara.

En Barcelona, Lucía se miraba al espejo antes de dormir. Andrés estaba en su sala, hojeando un libro que había llevado. Ella lo observó desde la puerta y sintió ternura. Pero también sintió culpa. Sabía que él merecía un corazón entero, y el suyo estaba dividido.

“Estoy viviendo una vida prestada”, pensó, apagando la luz.

Martín, en Argentina, pensaba lo mismo al cerrar los ojos esa misma noche.

Dos personas, dos países, dos intentos de rehacer sus vidas. Y un mismo pensamiento: no importa cuánto lo intente, no hay nadie que pueda ocupar el lugar del otro.

En Barcelona, la tarde caía sobre las calles iluminadas de la ciudad. Lucía había pasado todo el día entre el restaurante y las reuniones con proveedores. Estaba agotada, pero al llegar al departamento, la recibió Andrés con una sonrisa y una copa de vino en la mano.

—Para vos, jefa —dijo, entregándole la copa con un gesto teatral.
—Gracias —respondió Lucía, sonriendo débilmente—. Hoy fue un día eterno.
—Bueno, pero mirá el lado bueno: ya estás acá conmigo.

Andrés puso música en el altavoz, y de inmediato sonaron acordes de una canción argentina. Lucía se tensó. Reconocía esa voz, ese tono… Martín la había tarareado una vez, mientras conducía su camión, con esa manera suya de cantar bajito, como si no quisiera ser descubierto.

Lucía parpadeó, tragando saliva.

—¿Te pasa algo? —preguntó Andrés, notando su silencio repentino.
—No, nada… es que… esa canción me trae recuerdos.
—¿De allá? —insistió él, curioso.
—Sí… de Argentina. —Lucía fingió una sonrisa—. Cosas de otra época.

Andrés se acercó y le acarició el cabello.
—Bueno, entonces que esos recuerdos sean lindos, ¿no? Yo estoy acá para hacerte nuevos.

Ella asintió, conmovida por la ternura de Andrés, pero al mismo tiempo invadida por un vacío imposible de llenar. Mientras cenaban, él le contaba planes de un viaje a la costa catalana, pero ella apenas lo escuchaba. Una parte de su mente seguía en otra ruta, en un camión que no cruzaba mares, pero sí su memoria.

Esa noche, ya en la cama, Andrés le tomó la mano.
—Te noto lejos últimamente, Lu. ¿Es por el trabajo?
—Un poco sí, estoy muy cansada.
—Bueno… vos sabés que yo estoy acá, ¿no? —dijo él con sinceridad—. Yo te elijo todos los días.

Lucía lo miró en silencio. No podía mentirle con palabras, pero sí con gestos. Le acarició la mejilla y le sonrió, aunque dentro suyo ardía la certeza de que no podía darle lo mismo. Andrés merecía a alguien completo, y ella seguía a medias, porque un recuerdo todavía la habitaba.

En Argentina, Martín volvía del taller cuando la madre de Tomás lo esperaba en la cocina. Había preparado unas milanesas, la especialidad que más le gustaba a su hijo.

—¿Cómo te fue hoy? —preguntó ella, sirviéndole un plato.
—Bien… tranquilo —respondió Martín, aunque su voz sonaba distante.

Ella hablaba animada, contándole sobre las madres del colegio, los chismes del barrio, las actividades de Tomás. Martín asentía de vez en cuando, pero sus pensamientos volaban lejos, a una mujer que ya no estaba.

Más tarde, cuando Tomás se fue a dormir, ella se acercó al sillón y apoyó la cabeza en su hombro. Martín se puso rígido. No era rechazo, pero tampoco cercanía: era como si ese gesto le perteneciera a otra vida, a una historia que ya no encajaba.

—A veces siento que estás conmigo, pero no del todo —dijo ella en voz baja.
—Yo… estoy tratando —contestó Martín, con honestidad dolorosa—. Lo hago por Tomás, por nosotros.
—Lo sé —respondió ella, pero en sus ojos había un dejo de tristeza.

Cuando ella se fue a dormir, Martín quedó solo en la cocina. Encendió la radio, buscando compañía en el silencio de la noche. Y entonces, como una broma cruel del destino, sonó la misma canción que Lucía había escuchado en Barcelona.

Martín cerró los ojos, apretando el volante del camión en su memoria. La música lo atravesó como un cuchillo. Supo que, por más que intentara, su corazón no estaba en esa cocina ni en esa vida prestada. Estaba a miles de kilómetros, con ella.



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En el texto hay: amor, cocina, rutas

Editado: 29.09.2025

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