Un año después
El destino, caprichoso como siempre, decidió jugar sus cartas en el momento menos pensado.
Lucía había aceptado viajar a Buenos Aires con Andrés. Visitarian a sus familias y amigos y aprovechaban para pasar unos días juntos, combinando descanso y trabajo: a Lucía la habían invitado a dar una clase magistral en una escuela de gastronomía. Estaba nerviosa, pero ilusionada. Era la primera vez que regresaba a Argentina desde que se había ido.
El evento estaba lleno de estudiantes y chefs jóvenes que la miraban con admiración. Después de la clase, los organizadores organizaron una cena en un salón amplio, lleno de luces cálidas y música en vivo. Andrés la acompañaba, orgulloso, tomándole de la mano cada tanto.
Lucía intentaba disfrutar, pero el corazón le latía raro. Como si supiera que algo estaba a punto de suceder.
Y sucedió.
En medio de la multitud, entre las mesas y las conversaciones, una figura familiar apareció: Martín. Estaba acompañando a Carolina, que trabajaba con una empresa de transporte que colaboraba con el evento. Él no había querido ir, pero lo convencieron.
Cuando sus ojos se cruzaron, el tiempo se detuvo.
Lucía quedó inmóvil, con la copa a medio camino hacia los labios. Martín sintió que el aire le faltaba. El salón siguió vibrando con risas y música, pero para ellos todo quedó en silencio.
Andrés se dio cuenta del cambio en Lucía y le susurró al oído:
—¿Estás bien?
Ella tragó saliva, intentando recomponerse.
—Sí… solo me mareé un poco —mintió, aunque su mirada seguía atrapada en la de Martín.
La madre de Tomás notó también la tensión. Miró a Lucía con una mezcla de incomodidad y desconfianza, apretando el brazo de Martín como si quisiera recordarle dónde estaba.
Martín asintió a lo lejos, apenas un gesto mínimo. Lucía lo devolvió, con una sonrisa contenida que se quebraba en sus ojos. Ninguno de los dos podía decir nada, no allí, no delante de los demás.
La velada continuó, pero cada movimiento de Lucía estaba condicionado por la sensación de tenerlo cerca. Andrés hablaba animado con otros invitados, sin sospechar que el corazón de Lucía latía desbocado por alguien más.
Martín, por su parte, respondía mecánicamente a las preguntas de los organizadores, pero su atención estaba fija en esa mujer de vestido sencillo y sonrisa temblorosa que brillaba más que todas las luces del salón.
Al final de la noche, cuando las mesas se empezaron a vaciar, Lucía se excusó para ir al baño. Caminó hacia el pasillo, con el pecho a punto de estallar. Y fue allí, en ese rincón apartado del ruido, donde él apareció.
—Lucía… —dijo Martín, con la voz ronca, como si el nombre le pesara en la boca y al mismo tiempo lo liberara.
Ella lo miró, con lágrimas contenidas.
—Sabía que ibas a estar acá… no sé por qué, pero lo sabía.
Se quedaron frente a frente, sin tocarse, sin poder acercarse demasiado porque sabían que un paso más sería peligroso.
—Te ves feliz —dijo Martín, aunque la voz le temblaba.
—Y vos… vos te ves cansado —respondió ella, intentando sonreír.
Un silencio denso los envolvió. Ninguno se animaba a confesar que sus vidas actuales eran apenas eso: vidas prestadas.
Hasta que Andrés apareció al fondo del pasillo, llamando a Lucía con cariño. Al mismo tiempo, la madre de Tomás buscaba a Martín desde el otro extremo.
La magia se quebró.
Ambos dieron un paso atrás, volviendo a sus realidades. Se miraron una última vez, como si en ese gesto se dijeran todo lo que no podían pronunciar en voz alta.
Y volvieron a sus lugares. Cada uno al lado de la persona que, aunque los acompañaba, no era quien realmente habitaba en su corazón.
La ciudad seguía iluminada cuando la cena terminó. La música aún sonaba en el salón, pero Lucía caminaba del brazo de Andrés con el corazón desbocado. Él hablaba entusiasmado sobre la velada, sobre cómo todos la habían aplaudido y elogiado.
—Estuviste increíble, Lu. Te juro que me llenás de orgullo —dijo Andrés, sonriendo, y le besó la sien.
Lucía intentó sonreír, pero en su mente aún estaba la voz ronca de Martín llamándola por su nombre en aquel pasillo. Ese simple “Lucía” había tenido más fuerza que todos los discursos de la noche.
Al llegar al hotel, Andrés se quedó dormido casi enseguida, agotado por la jornada. Ella, en cambio, permaneció despierta, con los ojos fijos en el techo. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Martín. Su mirada, su cansancio, la manera en que se detuvo antes de decirle algo más.
Suspiró hondo, con un nudo en la garganta.
—¿Por qué seguimos cruzándonos, si no podemos tenernos? —murmuró en la oscuridad.
A kilómetros de allí, Martín llegaba a su casa con su pareja. Ella estaba de buen humor, hablaba del evento, de cómo le había sorprendido lo elegante de la cena. Tomás, que había estado con los abuelos, dormía en su habitación.
Martín asentía en silencio. Cuando ella le preguntó:
—¿Todavia la amas verdad? A la chef… Lucía.
Él se quedó congelado.
—Sí —respondió, breve, como si esa palabra encerrara demasiado para explicarlo en voz alta.
Ella frunció el ceño, incómoda, pero no insistió. Se fue a dormir.
Martín, en cambio, se quedó en el patio, con una cerveza tibia en la mano. El eco de ese encuentro lo perseguía. Esa sonrisa contenida, esa forma de mirarlo como si todo el pasado estuviera aún vivo entre ellos.
Miró hacia las estrellas, sintiendo un peso insoportable en el pecho.
“Estoy con ella porque Tomás me necesita, porque quiero darle una familia. Pero, ¿y yo? ¿Dónde quedo yo?”
Cerró los ojos, y por un instante, casi pudo sentir el perfume de Lucía, su voz, el roce de su mano sobre la suya.
Esa noche, en distintos lugares de la ciudad, ambos pensaban lo mismo: habían vuelto a estar demasiado cerca, pero aún tan lejos.
No hicieron nada. No dijeron nada. Pero el silencio hablaba más fuerte que cualquier palabra.