Había pasado una hora desde que salió de su casa. Su destino original no era precisamente aquel campo deportivo, pero allí estaba, reposando en el pasto. Estudiante de cuarto semestre del bachillerato, Sebastián Aguirre Crespo, ni siquiera se había tomado la molestia de buscar sombra, dejó que los rayos del sol cayeran libremente sobre su piel bronceada y cabello marrón, el cual daba la ilusión de poseer uno que otro mechón más claro cuando se encontraba iluminado.
La razón por la que se hallaba allí, era simple, quería escapar un rato de sus obligaciones. Sin embargo, no era eso lo único que ocupaba su mente. Estaba recluido en una situación contradictoria, dada por un sentimiento inquietante y un interés impropio de él, y el motivo, un chico de primer semestre.
En ocasiones se sorprendía a sí mismo buscando aquella melena pelirroja que, desde que la vio por primera vez, había llamado su atención. Al principio no era más que eso; «me llamó la atención su cabello», pero conforme lo veía, el interés fue aumentando.
Para agregarle más peso a las cosas, tuvo el infortunio de presenciar, en varias ocasiones, la abrumadora vida escolar de aquel pelirrojo, el acoso hacia él, las palabras altaneras que recibía, los toqueteos vulgares que le daban para burlarse, y todo tipo de agresiones hacia su persona.
«¿Qué habrá hecho ese wey para merecer eso?», se preguntaba Sebastián. Como siempre, los rumores no tardaron en llegar a sus oídos. Al parecer, semanas atrás, el chico pelirrojo había confesado sus sentimientos a uno de sus compañeros de clase, con toda su aula de testigo, dando inicio a las burlas, las cuales al principio eran leves, pero cuando alumnos de otros grupos escucharon al respecto, no dejaron pasar la oportunidad de divertirse molestando al “mariconcito de primero”.
Si ciertamente, algunos sólo se divertían, había quienes sentían desprecio y repulsión hacia los homosexuales, y quienes no medían las consecuencias de sus actos.
Trató de ignorarlo, pero, aunque lo intentara, el hecho de ver tales actos y la expresión en el pecoso rostro del chico, eran suficientes para atarlo de cierta forma a él. ¿Por qué estaba tan interesado en su situación? Creyó por un tiempo que era lástima, pero después comprendió que había algo más.
De aquel muchacho de primero, sólo sabía su nombre, y los miles de rumores negativos sobre él, en su mayoría exagerados. También, de las pocas cosas que conocía de él, estaba su expresión de sufrimiento, tristeza y dolor, así como sus ojos verdes hundidos en lágrimas.
Cierto día, un suceso bastante desafortunado para el pelirrojo ocurrió, el cual, Sebastián tuvo la oportunidad de presenciar. Ahí estaba ese rostro invadido de pecas, húmedo por las lágrimas, cubierto de polvo e incluso de sangre; un tipo grandulón golpeándolo sin detenerse mientras gritaba tonterías sin sentido… Y Sebastián… no hizo nada.
Así es, no salvó al chico y nuevamente dejó que sufriera, pero cuando ese bravucón, conocido como Rocky, pasó a un lado de él, no pudo evitar soltar su rabia, golpeándolo tan fuerte como éste lo había hecho con el pecoso, en modo de venganza. Pero ¿de qué servía? Sino pudo hacer nada mientras lo golpeaban, ¿de qué servía vengarlo? Sino pudo defenderlo «Debes estar loco, Sebastián» Se decía a sí mismo.
Realmente, no podía comprender lo que le sucedía. Se levantó y estiró sus manos hacia el cielo, con la luz solar filtrándose entre sus dedos. Entrecerró los ojos.
— Ya es tarde — Hizo una mueca de abrumo—No tengo ganas de entrenar — Resopló y retomó su camino — Perdí tiempo aquí, mi padre se pondrá insoportable. Espero que los idiotas hayan llegado ya — Refiriéndose a sus tres mejores amigos.
Mientras caminaba pudo escuchar un alboroto, que provenía del otro extremo de la calle.
— Estos soquetes, tendrían que estar ya entrenando — Los reconoció de inmediato.
Cruzó la calle y fue hacia ellos, notando que éstos tenían rodeado a un chico.
—¿A qué están jugando? —Refunfuñó con aburrimiento.
Sus ojos color ámbar se abrieron más al percatarse quién era la persona que estaba siendo intimidada por sus amigos. Era un chico delgado, de cabello cobrizo y tez blanca con pequeñas pecas, y poseía unos ojos de un verde tan vivo como las hojas de los árboles, o al menos esa comparación solía hacer Sebastián. «Acaso… ¿Es él?» se preguntó.
De esos tres amigos, había uno en especial, el moreno de cejas gruesas, llamado Ricardo, quien, por alguna razón, se sentía molesto con sólo ver al muchacho pelirrojo enfrente de él. Tal vez era desprecio, incluso un poco de envidia, pero, ¿quién envidiaría al chico más miserable del instituto?