Ivonne ingresó a la secundaria cuando tenía doce años. La mayoría de las chicas que conocía estaban interesadas en maquillaje, ropa, novios y otros temas que a ella no le afectaban aún. Porque en ese entonces, a Ivonne le entretenían otras cosas, como los cómics, las películas de ciencia ficción, las series de súper héroes, los animes japoneses, los cartoons y los videojuegos de rol.
Pero, aunque Ivonne tuviera intereses diferentes, en algo se parecía a las demás niñas, ya que había un chico que le gustaba, y ese era Sebastián. Él era su compañero de clases, pero ella no se atrevía a hablarle, se conformaba con mirarlo de lejos, a diferencia de sus compañeras y otras niñas de la misma secundaria, quienes incluso le decían a Sebastián lo que sentían por él.
En un recreo, un chiquillo del grupo de Ivonne comenzó a molestarla en la cooperativa escolar, burlándose de su sobrepeso.
—Déjame pasar, Juan — pedía ella, molesta.
— ¿Y si no quiero? ¿Qué vas a hacer, botijona?
—No quiero pelear, quítate.
—¿O qué? ¿Me vas a dar de panzazos?
Harta de las burlas de Juan, Ivonne lo apartó empujándolo.
—¡Déjame en paz, ya!
Juan, enojado por la reacción de Ivonne, le regresó el empujón, aunque el efecto fue más grande, lo que provocó que ella trastrabillara y cayera. Los demás estudiantes a su alrededor comenzaron a reír, ninguno hizo nada para defenderla y, por el contrario, se burlaron con el clásico mexicano «¡Azotó la res!».
La chica contuvo sus lágrimas, se sentía lo suficientemente humillada como para dejar que además la vieran llorando. Quiso incorporarse de inmediato, pero fue difícil por el dolor de su tobillo, probablemente se había torcido. Juan, sin considerar el daño que le había hecho, se vio incitado por los demás para seguir molestándola.
—¿Qué pasó marrana? ¿Te dolió el changazo?
En ese momento, alguien interrumpió las risas de Juan, desde su espalda.
—¡Ey! ¡Quítate que estás estorbando! — dijo el chico, de forma exigente.
— ¿Qué? —Juan volteó, para ver quien lo estaba apremiando—. ¿Y tú qué?
—Estas en mi camino, quítate —ordenó el chico de ojos color ámbar.
— ¿Ah? ¿Quién te crees?
—Alguien que no es un cobarde como tú, que te pones a molestar a una niña. —respondió desafiante.
—¿Quieres pelear tú en su lugar? —amenazó Juan, dándole un pechazo para tratar de intimidarlo.
Sin embargo, Sebastián no retrocedió y se mantuvo firme, esbozando una sonrisa socarrona.
—No tengo problemas con eso — aseveró, al tiempo en que sujetaba a Juan de la nuca para forzarlo a inclinarse y así estamparle un rodillazo en la cara.
Juan llevó sus manos hacia su nariz, sintiendo la sangre que comenzó a brotar de ésta. Los que presenciaron la escena cambiaron la dirección de sus burlas hacia él, quien, obviamente, no aguantó ser ahora el centro de éstas, y huyó de allí, chillando, hacia la oficina de la trabajadora social, con el propósito de reportar a su “agresor”.
Sebas lo vio alejarse y blanqueó los ojos, sabía que tendría problemas pronto, pero no se arrepentía de haberle dado una lección a un abusivo.
—¡Te la rifaste, Sebas! —opinó emocionado el chaparrito junto a él.
Entonces, Sebastián se acercó a Ivonne, quien lo miraba perpleja, y notó que tenía raspada una de sus rodillas.
—Vamos con la trabajadora social para que te cures eso —más que una sugerencia, parecía una instrucción—. Tiene un botiquín médico.
—P-pero tú… Te vas a meter en problemas… —Ivonne se preocupó por él, sintiéndose responsable de lo que había pasado.
—Eso da igual, tenía tiempo que quería romperle la nariz — aseguró él —. Es mejor que vaya de una vez si de todas formas mandarán a llamarme, sirve que vas conmigo y exhibes también lo que te hizo, así por lo menos no seré el único castigado.
Ivonne asintió con la cabeza, y cuando se dispuso a caminar, su tobillo dolió demasiado, tanto que casi se cae nuevamente, pero Sebastián la sujetó del brazo para equilibrarla.
—Agárrate de mí, vamos — Indicó él, ofreciendo su hombro para que se apoyara.
Sebastián no sólo la había defendido de Juan, sino que también había sido muy amable con ella al llevarla a la oficina de la trabajadora social, y no tener que ir sola con el coraje y el dolor de su pierna la alegraba. Fue debido a ese buen acto que ella se enamoró del chico.
No podía dejar de pensar en él, ni evitar mirarlo durante las clases, incluso lo seguía en los recesos. Pero no le hablaba. No se atrevía a siquiera a acercarse a él de nuevo. Se sentía avergonzada por los constantes adjetivos que acostumbraba a escuchar, y se preguntaba si él también la veía así, como una “gorda ridícula”.