Miro nerviosamente el reloj, esperando la llegada de esa tal Mía. Aún no ha aparecido y ya consigue ponerme de los nervios. No me gustan las visitas. Nunca invito a nadie, no organizo fiestas ni dejo que se queden a dormir en mi casa. Los únicos que pueden entrar son Vadim y la asistenta. Aunque su presencia también es una medida forzada.
El timbre suena como una señal del apocalipsis. Preferiría ganar tiempo y no abrirle durante unos minutos más, pero Vadim salta del salón y corre a abrir la puerta. Da la impresión de que quiere lucirse delante de la invitada. ¿Y para qué? ¿Quién se cree que es, para que se esfuercen tanto?
—Por favor, pase —resuena su voz melosa, empalagosa hasta dar arcadas—. ¿Quiere que la ayude con la maleta?
Primero aparece en la puerta Karina: radiante y dorada, como un banco suizo. Parece un árbol de Navidad en un hotel de lujo. Y junto al árbol, un regalo para un niño que se portó muy mal. Mía.
Está de pie, sujetando el bolso como un escudo. No se la ve asustada ni precavida, sino al contrario: desafiante, como lista para luchar y defenderse. Lleva un vestido veraniego sencillo, sandalias baratas y un sombrero de ala ancha del que cae una cascada de cabello rojo intenso. Su mirada es insolente, como la de una gata a punto de tirar un jarrón de la repisa solo por fastidiar.
¿Y dónde están las emociones? ¿Dónde está la felicidad desbordante por verme a mí y a mi casa? ¿Dónde está el teléfono que debería estar disparando mil selfies por segundo para inmortalizar este momento histórico? ¿Qué le pasa?
Sé que debería saludar, pero lo único que digo es:
—Has llegado…
—Como ves —responde ella y, rechazando la ayuda de Vadim, arrastra por sí sola una maleta del tamaño de una nevera hasta mi salón.
Resoplo y cruzo los brazos.
—Parece que piensa instalarse aquí para toda la vida. ¿Para qué tanto trasto?
—Solo traje lo necesario —contesta Mía—. Cosméticos, botiquín, algo de ropa y unas cositas para sentirme cómoda.
—Aclaro de inmediato: no pienso permitir que conviertas mi casa en un vertedero. Si encuentro tus cosas fuera de lugar, las tiro a la basura.
—¡Y me compensarás su valor! —revira ella—. Ni se te ocurra tocar mis cosas.
—Tus cosas están en mi casa. Aquí el dueño soy yo.
Vadim carraspea nervioso, como diciendo “al menos los primeros cinco minutos sin peleas”.
Karina, con el repiqueteo de sus tacones, se acerca a Mía.
—No le hagas caso. A partir de ahora esta también es tu casa. Ponte cómoda. Espero que te sientas bien aquí.
—¿Dónde está mi habitación? —pregunta ella, mirando alrededor.
—En el ático o en el sótano —propongo yo—. Como ahora hace calor y bajo el techo dormirás como en un horno, te recomiendo el sótano.
Vadim gime.
—Mía, puedes ocupar la habitación de invitados. Tiene buena vista desde la ventana, baño propio y una cama amplia.
—Y es la única que le sirve —añado—. Solo cabe en una cama de matrimonio.
Mía pasa por alto mi comentario y no reacciona. Una lástima. Para mí fue bastante ingenioso.
—Descansa, querida —trina Karina—. Mañana os espera un día lleno de actividades: ensayos y adaptación al papel. Vadim preparará la agenda de vuestras apariciones públicas: restaurantes, conciertos, parque, selfies matinales en la cocina… Todo lo que corresponde a una auténtica pareja de famosos.
—¿Y también vais al baño según agenda? —pregunta ella arqueando una ceja.
Me esfuerzo por no reír. Luego recuerdo que reírme de mi propia pesadilla no tiene mucha gracia.
Karina adopta un tono más serio.
—En dos días saldréis oficialmente juntos ante el público. Tiene que haber una completa armonía. Miradas tiernas, roces ligeros, sonrisas… Lo puliremos todo hasta que incluso yo me lo crea. Pero por ahora os dejamos solos. Hay trabajo de sobra.
Vadim se inclina hacia mi oído:
—Compórtate bien.
—¡Díselo a ella!
Se marchan. Y yo lucho con las ganas de agarrarme a la pierna de Vadim y rogarle que no me deje solo con Mía. Me da miedo.
La miro fijamente. Ella me devuelve la mirada. Curioso. Normalmente, en este punto las chicas se ponen nerviosas, juegan con un mechón o se olvidan de respirar. Pero esta no. Está tranquila, como si delante de ella no estuviera Skyler, sino un cajero de supermercado. Debe de ser buena actriz si logra ocultar tan bien su entusiasmo.
—Bueno, Cenicienta, bienvenida a mi castillo —digo, escupiendo cada palabra—. Solo que aquí no hay hada madrina. Y tampoco habrá cuento de hadas.
—Y encima el príncipe es un asco.
Su respuesta me deja helado. Me remata. Destruye los últimos restos de optimismo.
Ay, presiento que esto será muy duro…