Estoy colocando mis cosas en los estantes del armario vacío. Al mismo tiempo, con el teléfono sujeto entre el hombro y la oreja, hablo con Artem. En susurros, para que Skyler no me escuche.
—Es punzante como un cactus, amargado y egocéntrico —me quejo—. Esperaba que solo fuera una máscara para el público… una especie de mecanismo de defensa, pero no. Skyler es una astilla en el trasero. Compadezco a todos los que tienen que trabajar con él.
—Pero tenéis que encontrar un punto en común.
—Lo sé… Por eso no le planto cara como se merece. De momento aguanto.
—Exige que te paguen un plus por el desgaste de nervios. Un bono para ansiolíticos.
—En realidad ya me van a pagar bastante bien. En un mes aquí voy a ganar más que en dos de mis trabajos en todo un año. Pero… probablemente no acepte ese dinero.
—¿Quéee? —la voz de Artem se eleva dos octavas por la sorpresa.
—Porque sabes cuál es mi objetivo aquí. No puedo aceptar un dinero que no me he ganado. El propósito final no se cumplirá, porque gracias a mí todos descubrirán la mentira.
—Una cosa no quita la otra.
—Sí la quita.
—Skyler no se va a arruinar. Y si quieres ser tan noble, dona ese dinero a caridad.
—Eso también es verdad…
Artem bosteza al teléfono.
—Me voy a dormir, que mañana me espera un día duro: tres cumpleaños infantiles. Espero sobrevivir…
—Anda, descansa. Te escribiré si tengo oportunidad.
—Te espero. Y, Mía…
—¿Qué?
—No dejes que tu conciencia lo arruine todo. Tómatelo como una misión periodística: estás preparando un material de lujo. Piensa solo así.
—Claro. Gracias.
Dejo el teléfono y me dejo caer en la cama. Tengo la cabeza hecha un torbellino. Demasiada información, demasiadas contradicciones. Estoy alegre, asustada y nerviosa al mismo tiempo. No sé cómo sentirme respecto a este nuevo trabajo. Necesito tiempo para aclararme.
No tengo sueño, además no estoy acostumbrada a acostarme tan temprano: apenas son las ocho de la tarde. Nadie piensa en entretenerme, mucho menos en darme de cenar. Decido salir de exploración. Me haré mi propia visita guiada por la casa y, de paso, buscaré algo comestible. Skyler debe tener alguna reserva escondida —al menos unos bombones para acompañar el café.
Entorno la puerta y asomo al pasillo: despejado. De puntillas, me lanzo a investigar el segundo piso. La habitación de al lado parece una biblioteca, pero en vez de libros hay vinilos y discos de videojuegos. Nada interesante. Avanzo y pruebo el pomo de otra puerta: cerrada. ¿Qué habrá ahí? ¿Secretos? ¿Comprometedoras pruebas? Me marco como objetivo entrar cuanto antes.
Al salir al pasillo calculo mal y casi tiro un enorme jarrón. En el último momento meto el pie para que no ruede y se rompa contra el suelo. Uf… el susto me deja sin aliento. Solo imagino la furia de Skyler si en mi primer día le rompo algo de su casa.
Recupero el aire junto a una ventana abierta. Aspiro la brisa fresca de la tarde… Qué raro. Aquí, en el barrio de los ricos, hasta huele distinto. No a asfalto caliente, humo ni polvo, sino a pinos, flores y agua de piscina. Bajo la vista y la veo… Cuando Skyler habló de piscina no mencionó que tenía el tamaño de un océano. ¡Maldita sea, aquí se podría practicar esquí acuático!
Se me abre la boca de asombro. Y justo en ese momento, cuando me asomo fascinada, Skyler se acerca al borde. Se quita la bata de seda y queda en bañador. Los focos del jardín resaltan cada músculo de su cuerpo. Exacto, como en el escenario, cuando a petición de las fans se quita la camiseta y se luce medio desnudo. No me gusta su físico. Prefiero hombres más fornidos, aunque tengan barriga en vez de abdominales, pero con fuerza y energía. En Skyler solo se percibe vanidad de gimnasio.
Recién noto que no tiene ningún tatuaje… Extraño. Rompe por completo con su imagen. Los chicos que llevan cazadoras de cuero, vaqueros rotos y un piercing en la ceja suelen estar cubiertos de tatuajes de pies a cabeza. La verdad, yo misma me hice una mariposa en el trasero apenas me mudé a Kiev.
Skyler se lanza al agua como un delfín. Baja hasta el fondo, nada por debajo y emerge justo frente a mi ventana.
—¿Espiándome, Cenicienta? —pregunta, clavándome la mirada.
Me sonrojo. ¿Por qué? Ni idea.
—¡No! Solo… respiraba.
—Pues, por favor, respira en otra ventana.
Me entran ganas de soltarle algo hiriente. Incluso tengo ya las palabras en la punta de la lengua, pero Skyler vuelve a sumergirse y se aleja nadando.
Mejor. Así sé que por los próximos diez minutos no estará en casa y puedo seguir explorando. Mi instinto de supervivencia me arrastra a la cocina. Bajo por esas escaleras asesinas. Aprovechando que nadie me ve, bajo de lado como un cangrejo, agarrándome a la pared con las dos manos.
Al llegar a la cocina me invade otra ola de asombro. ¡Es un crimen no cocinar aquí! Superficies de mármol, electrodomésticos de lujo, vajilla de todos los estilos… Cierro los ojos e imagino las maravillas que podría preparar. Y el frigorífico… una obra de arte: enorme, con puerta espejo, dispensador de hielo que cae directamente en el vaso. ¿Y para qué tener semejante belleza si no hay nada que meter dentro? Abro las puertas y solo encuentro unas cuantas latas de energéticos con la cara de Skyler en la etiqueta. Reviso el congelador y… ¡bingo! Una tarrina de helado. Estiro la mano…
—¡Lo sabía! —suena detrás de mí.
Pego un salto, como ladrona pillada in fraganti. Cierro de golpe el congelador y me giro despacio. Skyler sigue en bañador, pero ahora además está empapado. Ni se molestó en ponerse una toalla. Chorros de agua le resbalan por el cuerpo, formando un pequeño charco en el suelo.
—¿Qué sabías? —pregunto, enderezando la espalda y reuniendo mis restos de dignidad.
—Que ibas a husmear.
—Solo buscaba algo para picar…
—La comida será por la mañana. Ya lo dije.