No pasó ni media hora cuando vuelvo a escuchar la voz de Mía:
—¡Timur! —me llama desde la planta baja. ¿Se está burlando? Le prohibí que me llamara por mi nombre real. ¿Tan difícil es? ¿O lo hace a propósito para provocarme?—. Necesito ir a la ciudad. Volveré hacia la tarde.
Al principio me alegro. ¡Por fin un poco de espacio personal! Pero luego lo pienso mejor… Dejarla sola es peligroso. ¿Quién me garantiza que no la abordarán periodistas? No está preparada para eso. Podría soltar cualquier tontería o dejarse en ridículo, y nos arruinaría a los dos.
—¿A dónde vas? —pregunto, asomándome por la barandilla. Hoy lleva shorts vaqueros y una blusa suelta. El pelo rojo recogido en una coleta alta, pendientes grandes de aro en las orejas. Hm… hasta podría llamarlo un look decente. Pero claro, nunca lo diría en voz alta. Antes me corto la lengua que halagar a esta espina en el trasero.
Ella parpadea con esas pestañas largas y espesas.
—Tengo asuntos.
—¿Qué asuntos?
—Personales.
—Mientras seas mi novia, no puedes tener asuntos personales.
En sus mejillas aparece un rubor de ira, tan repentino como si alguien hubiera encendido una luz roja.
—¡Eso lo diría un abusador!
—Lo dice tu jefe. Mientras trabajes para mí, debes informarme a dónde vas, con quién y para qué. Todas tus acciones me afectan, así que ¡nada de asuntos personales!
Bien podría habérselo dicho a la puerta. No me escucha y, con un “ay, ya basta”, se va hacia la entrada.
—¡Mía! ¿No me oíste?
—Te oí. Pero en mi contrato no figura “estar en cautiverio”, así que agradéceme que al menos te avisé de mis planes.
—¡Espera! ¡Al menos dime a dónde!
Su mirada salta de un objeto a otro en la habitación, como si buscara rápido una excusa. Se detiene en la piscina.
—¡Necesito comprarme un bañador! Quiero nadar, pero no tengo uno.
Ajá. Claro. Y yo me lo creo. Seguro que en vez de un bañador planea encontrarse con todas sus amigas y despellejarme viva.
—¡Entonces voy contigo! —ni yo mismo me creo que lo diga voluntariamente.
—No hace falta… Estoy segura de que tienes otras cosas que hacer.
—Los asuntos pueden esperar. Además, Karina dijo que debemos mostrarnos más en público juntos. Es la ocasión perfecta para aparecer en el centro comercial.
Mía aprieta los labios con fastidio. Ahora estoy convencido de que lo del bañador era mentira.
—¿Y vas a acompañarme por las tiendas? ¿Esperar a que elija, me pruebe…? Es aburridísimo.
—Sobreviviré.
—Pero… —es obvio que no quiere pasar tiempo conmigo tanto como yo no quiero pasarlo con ella.
—Dame cinco minutos. Solo cojo las llaves del coche.
¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué lo estoy haciendo? ¿Desde cuándo soy tan masoquista?
Voy a ponerme algo decente, porque desde la mañana ando en pantalones de pijama. Recuerdo que toda mi ropa está en el vestidor de la habitación que ocupa Mía. Hm… en realidad es mi cuarto. Ella solo durmió allí una noche…
Abro la puerta y entro al vestidor. Juro que no pensaba mirar sus cosas. Solo quería coger la mía. Pero mis ojos se detienen en una silla de la que cuelga un sujetador. Rojo intenso, de encaje fino, y cada copa es del tamaño de un sombrero de playa. No pienso ponérmelo en la cabeza, pero seguro que le cabe. Mentalmente le pongo un punto a favor a Mía: buen gusto en lencería. Pensaba que, con su talla, solo podía usar sujetadores anticuados y aburridos.
Vale. Hora de cambiarse.
Me obligo a apartar la vista y me acerco al vestidor, que ayer precinté con cinta adhesiva, como si fuera una escena del crimen. Tal vez sea paranoia, pero hoy la cinta no parece tan firme. Como si alguien la hubiera despegado y vuelto a pegar.
Y ese alguien fue Mía. ¡Lo sabía! Anduvo husmeando entre mis cosas.
Pues si ella puede, yo también.
Cojo su sujetador y me lo pongo en la cabeza. ¡Encaja perfecto! Lo sabía. Me miro en el espejo y solo entonces me doy cuenta de lo estúpido que me veo. Si Mía entrara ahora mismo, me moriría de la vergüenza. Ni todo un ejército de publicistas podría inventar una excusa para esto.
Basta. Lo dejo en su sitio, lejos de la tentación.
Me visto y salgo afuera.
—Listo, podemos irnos —le digo a Mía, que está tomando el sol en la tumbona.
—¿Nos lleva Vadim? ¿Viene ya?
—No. Yo mismo.
—Qué lástima…
No me gusta el tono de decepción en su voz. ¡Nada me gusta!