Un amor talla Xl

10.1

Saco de mi garaje a mi joyita: el coche con el que salgo escandalosamente poco. Es demasiado reconocible y provoca en los paparazzi el mismo efecto que un trapo rojo en un toro. Pero hoy el mismísimo Diosito quería que brillara.

—¡Guau…! —Mía no oculta su asombro, y eso me halaga más de lo que debería. Si incluso a ella le gusta, entonces no gasté en vano tanto dinero para traer este auto desde Italia. —Solo he visto coches así en el cine. ¿Puedo sentarme al volante?

—¿Y tienes licencia?

—Sí —me enseña una tarjeta de plástico con su foto como prueba.

—Pues entonces cómprate un coche y condúcelo. Pero con el mío ni lo sueñes —respondo, acomodándome en el asiento del conductor.

Mía suspira. Pasa unos minutos buscando la manilla, luego rompiéndose la cabeza sobre cómo abrir la puerta, pero se niega en redondo a pedirme ayuda. Esa terquedad suya es una auténtica catástrofe.

—No olvides ponerte el cinturón —le indico cuando al fin consigue entrar en el coche—. Si es que logras entender cómo funciona.

—Ya lo averiguo —rezonga mientras tira de él con tanta brusquedad que me sangra el corazón.

—¡Eh! Más suave, ¿sí?

—¡Está atascado!

—No está atascado nada. Es que lo manejas como una bárbara. ¡Esto no es un trolebús!

No faltaba más que rompiera algo aquí. Al final tengo que hacerme cargo yo. Me inclino sobre ella, agarro el cinturón y lo paso hasta la hebilla. Sin querer, rozo su pierna, un poco por encima de la rodilla. Retiro la mano de inmediato, pero no puedo fingir que no vi cómo su piel se erizó.

—Y decías que no soy tu tipo… —arranco y salgo por la puerta del garaje—. Puedes mentir lo que quieras, pero tu cuerpo no miente.

—Eso no es excitación, idiota. ¡Es que tienes las manos heladas!

—¿Ah, sí? —me toco el cuello para comprobarlo. Maldita sea, en efecto, frías.

—¿Lo ves? Tu corazón de hielo no deja que la sangre se caliente.

—Ya cállate.

De todas formas, estoy convencido de que lo de las manos frías es solo una excusa. En realidad, se muere por mí. No lo reconoce todavía, se convence de lo contrario, pero… tarde o temprano tendrá que aceptar que no es especial, y que sucumbe a mis encantos como todas.

—Conozco unas tiendas buenas. Si llegamos a mi barrio, luego te indico adónde ir —dice Mía mientras se hace un montón de selfies para las redes. Eso sí, sus deberes los cumple de maravilla.

—No iremos a tiendas de tu barrio.

—¿Y por qué no?

—Porque mi novia no se pondría baratijas. Iremos donde yo mismo compro ropa.

—Yo pensaba que te la compraba Vadim —me pincha, pero no muerdo el anzuelo.

—Sí, él se encarga. Pero a veces voy yo mismo de compras —acompañado de Vadim, claro, que es quien carga las bolsas.

—Vale… si tú pagas.

—¿Y por qué habría de hacerlo?

—Porque no pienso gastar mi dinero en mantener tu estatus. ¿Quieres que tu novia vista marcas caras? Pues paga tú.

Aprieto más fuerte el volante.

—Ahora mismo tu sueldo es lo bastante alto como para permitirte un bañador de una buena tienda. No te arruinarás.

Ella tarda en responder. Se queda un rato mirando al frente, como si no se atreviera a decir lo que piensa.

—Sobre mi sueldo… —juguetea incómoda con la cadena de su bolso—. He decidido que no lo aceptaré.

Vaya bomba. Del susto freno en seco. Tengo que bajar la velocidad, porque con declaraciones así pierdo toda la concentración en la carretera.

—¿Cómo que no? ¿Piensas ayudarme de voluntaria?

—No. Es solo que… La gente está apoyando mucho nuestro reto. Leí las historias que publican con el hashtag #mequiero. Hay tanto dolor, tantas vivencias, todo un camino difícil hacia la aceptación del propio cuerpo. No quiero aprovecharme de eso ni traicionar su confianza.

—¿Y sin dinero tu mentira no cuenta? Entiéndeme bien, a mí no me molesta ahorrarme un sueldo. Pero no le veo lógica.

—La lógica es que en vez de pagarme deberías dar un concierto benéfico con el lema que estamos promoviendo. Allí podríamos anunciar una recaudación de fondos… digamos, para organizaciones que luchan contra el bullying escolar.

Me pregunto cuánto tiempo llevaba fermentando en su cabeza ese plan idiota. Vadim se equivoca creyendo que Mía es una roca. Se deja manipular con demasiada facilidad. Un par de historias lacrimógenas y ya está, lista para mover montañas por los desdichados.

—Imposible.

—¿Por qué?

—Porque mi show cuesta demasiado caro. Y ni hablar de un concierto entero. ¿Has visto los precios de las entradas?

—Pero esto… es importante. Y sería publicidad extra para ti.

—No quiero. Si tanto deseas salir de esta relación con las manos vacías, dona tu sueldo a esa organización. Pero a mí no me metas.

—Un concierto llamaría mucho más la atención. Sería una misión social de verdad.

—Me da igual.

—Prométeme al menos que lo pensarás. Por favor.

Nos detenemos en un semáforo. Mientras estamos parados, Mía no me quita la vista de encima, esperando una respuesta que le convenga. ¡Y cómo me irrita eso!

—¡Vale, vale! Lo pensaré —me sacudo de ella como de una mosca pesada—. Pero deja de mirarme así. Mejor… mira dónde hemos llegado. Durante los próximos meses solo comprarás aquí.




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