Mía
Miro por la ventana y veo el centro comercial más caro de la ciudad. O incluso del país. Gente como yo y Artem solo puede entrar ahí para sacarse fotos o aprovechar los lujosísimos baños gratuitos (y de paso sacarse fotos también allí). Comprar algo… jamás. Hay que estar completamente loca para tirar el dinero de esa manera.
—¿Y a esto le llamas tiendas normales? —pregunto.
—Por supuesto.
—Yo pensaba que la mitad de esos locales existen solo para lavar dinero.
—Puede ser. Pero son cómodos, tienen buena atención y un público decente.
Dejamos el coche en el aparcamiento subterráneo y subimos en ascensor. Aquí realmente hay poca gente, y los que están son tan estirados y ensimismados que no se permiten mostrar emoción alguna, ni siquiera al ver a su ídolo. No gritan, no corren a abrazarlo ni a hacerse fotos, solo nos lanzan miradas furtivas y luego las esconden detrás de sus gafas de sol de marca. Ahora entiendo por qué Skyler se siente cómodo aquí: está en su elemento.
Yo no puedo decir lo mismo. Ni siquiera sé qué hago en este lugar. Ni siquiera necesito un bañador: solo fue lo primero que se me ocurrió. En realidad lo que quería era escapar un par de horas para reunirme con mis colegas y compartir con ellos las últimas noticias y el material para mis artículos.
—Mira, —Skyler señala con el dedo hacia adelante—. Veo una tienda de bañadores. Vamos.
—No hace falta que entres conmigo. Con que me des tu tarjeta basta.
Skyler niega con la cabeza.
—Ni lo sueñes, estafadora.
—Vale, entonces pago yo, te enseño el recibo y me devuelves el dinero.
Él arquea una ceja con sospecha.
—¿Estás intentando librarte de mí?
—¿Y te sorprende? Claro que no quiero que estés delante mientras me pruebo un bañador.
—¿Te da vergüenza?
—No. Solo sé de antemano cómo vas a comportarte, y no pienso amargarme el día.
—Me portaré bien, lo prometo, —se lleva la mano al pecho.
—¿Y por qué tanto empeño en venir conmigo? Podrías tomarte un café mientras tanto o…
—Si vas a nadar en mi piscina, al menos que sea algo… agradable a la vista. Te ayudaré a elegir un bañador que no irrite mis ojos.
Suena tan horrible que me dan ganas de agarrarlo del pelo y darle contra la pared varias veces. Pero no lo hago. Primero, porque estoy en contra de la violencia; y segundo, porque justo pasan unas cuantas personas a nuestro lado. Así que sonrío, le quito una pelusa invisible del cuello y le susurro entre dientes:
—Eres un verdadero imbécil.
Al final entramos a la tienda. Juntos. Skyler saluda a las dependientas, que se derriten bajo su atención. A mí apenas me asienten. Claro, para ellas soy la tipa que le robó, sedujo y se quedó con el hombre de sus sueños.
—Mi novia necesita un bañador, —anuncia, y las dependientas corren hacia los percheros de la nueva colección.
Nada de lo que ofrecen me gusta: aburrido, incómodo o poco favorecedor. Apenas conseguimos reunir unos cuantos modelos para que tenga qué probarme. En cuanto me escondo tras la cortina del probador, las dependientas reciben luz verde para lanzarse sobre “mi chico”. Se le ofrecen con tanto entusiasmo que parece que lo próximo será un masaje o lustrarle los zapatos… con la lengua. Y Skyler, encantado, disfrutando de toda esa atención, olvidando por completo la “conspiración”.
Siento la necesidad urgente de arruinar su idilio. Me pongo a toda prisa un bañador entero, color esmeralda, con cordones en el escote, y llamo:
—¡Cariño! Amor, ayúdame a abrochar el bañador.
La dependienta recupera de golpe el sentido de que está trabajando.
—¡Puedo ayudar yo! —dice con evidente frialdad, sin querer dejarle acercarse a mí.
—No hace falta. Timur lo hará mejor.
Ese Timur no está nada contento de que lo apartaran de su público femenino, pero al final se obliga a venir al probador. Aparta la cortina con cuidado y entra. El espacio se reduce a la mínima expresión.
—¿Es que has perdido la cabeza? —le susurro—. Un hombre enamorado no se distrae con otras mujeres, porque tiene a la suya, y la suya es la mejor. Pero tú ahí, con las dependientas, colgando de sus labios…
Skyler no responde. Solo me mira. O mejor dicho, mira el bañador.
—Te ves mucho mejor con menos ropa —suelta.
Me quedo sin palabras. ¿Eso fue… un cumplido? Ahora la cabina parece aún más pequeña. Siento su aliento tan cerca que se me acelera el pulso.
—Y sin nada, los hombres pierden la cabeza —digo sin saber ni por qué, probablemente para ocultar mi incomodidad.
—No me lo creo hasta comprobarlo por mí mismo, —su mirada baja hacia el escote—. Este bañador es pequeño. Te aprieta el pecho.
—Sí. Con estos cordones parece que llevo jamones.
—Bueno… este… —se acomoda el pelo, gesto que siempre hace cuando está inseguro—. Ahora mismo te buscaré algo mejor.
—¿Tú?
—Sí, —sale de la cabina dando un respiro profundo, como si acabara de salir a la superficie—. Espera un minuto.
Bueno. Ahora sí que tengo curiosidad por ver qué me traerá.