¡¿Qué se cree?! ¿Cómo se le ocurrió siquiera abrir la boca para decir eso de mí? Mía se merece algo mejor… Cualquier chica estaría en el séptimo cielo si estuviera en su lugar. Llevo tres años encabezando la lista de los solteros más deseados del país. Rico, talentoso, sexy, con buen gusto y sentido del humor: todo eso soy yo. ¿Qué más hace falta?
¿O quizá se refería a sí mismo? Como diciendo que él sería mejor pareja para Mía. Vaya serpiente… ¡Le pago el sueldo y le echa el ojo a mi novia ficticia! ¡Muerde la mano que le da de comer! Que ni lo sueñe. Mientras el contrato siga vigente, Mía es mía. Y punto.
Asomándome por encima de esos malditos girasoles, camino hacia la casa. Por la ventana entreabierta de la cocina se derrama a la calle el aroma de la repostería. Me envuelve, me agarra del cuello y me ata las manos. Y, sin darme cuenta, me convierto en un esclavo incapaz de pensar en otra cosa que no sea ese maldito pastel.
Me detengo en el umbral. A último momento me da vergüenza regalarle esos girasoles. La idea nació como una broma, pero ahora no tiene ninguna gracia. Miro alrededor buscando dónde esconderlos. No me da tiempo. Mía asoma por la ventana.
—¡Timur! —sonríe y me saluda con la mano. Al principio pienso que lo hace para la cámara, porque dudo que Mía se alegre de verme. Pero no tiene el teléfono en las manos—. Llegas justo a tiempo. ¡Entra!
—Gracias por permitirlo… —murmuro por lo bajo, cruzando el umbral de mi propia casa.
Aquí la concentración del olor es aún más fuerte. Parece que viviéramos en una panadería.
—Oh… ¿Hasta en el trabajo te regalan flores? —pregunta Mía. Lleva un vestidito corto de estar en casa y un delantal rosa. El pelo recogido en una trenza, atada con un lazo. Una mejilla espolvoreada de harina, como si fuera polvo.
Así, me recuerda a una chica de un póster pin-up. Hmm… antes los hombres se volvían locos por ese tipo. Solo que la moda cambió, y Mía sigue anclada en los estándares de belleza de los años cincuenta. ¿Por qué no quiere ir al paso del tiempo? Si adelgazara unos quince kilos, sería un bombón.
—¿Qué? —pregunto, porque mis propios pensamientos no me dejaron oírla.
—Pregunto quién te regaló esos girasoles tan bonitos.
—¿Bonitos? —miro las flores con cara de tonto, como si de camino del coche a la puerta hubieran cambiado. No, siguen igual de sencillas—. ¿Te gustan?
—Claro.
—Oh… bueno, eso… está bien. Porque son para ti.
—¿Para mí? —los ojos le brillan como si le hubiera comprado un collar de diamantes y no unas malas hierbas—. ¿En serio? ¿Por qué motivo? Ah… ¡claro! Hay que grabarlo en vídeo. Sal tú ahora al patio, yo enciendo la cámara y vuelves a entrar para dármelas. Prometo fingir sorpresa.
—No, no —me da vergüenza con los fans—. Mejor no lo grabemos.
—Entonces nadie sabrá que me las compraste. ¿Cuál es el sentido?
Me encogo de hombros. Ya no puedo confesar que el “sentido” era humillarla.
—Es… porque sí. Para levantar el ánimo —le tiendo el ramo.
Mía se queda inmóvil. Me mira. Luego sus labios se van curvando en una sonrisa. Parece feliz, y aun así yo me sigo sintiendo un capullo.
—Gracias —abraza con cariño los girasoles—. Me hace mucha ilusión. No lo esperaba de ti… ¿Sabes? En el jardín de mi madre crecen iguales. Nunca los sembramos adrede y aun así cada año aparecen. Como un pequeño milagro. ¿Busco un jarrón?
—¿Es que tengo uno?
—Sí, sé dónde está.
Claro que lo sabe. Sería raro que no.
—Adelante.
Se pasa media hora con esas “matas”. Que si cortar los tallos, que si echar agua, que si buscar el lugar “donde estén más a gusto”. Estoy completamente descolocado. No esperaba algo así. No se alegró por un bikini que costó lo que un riñón de atleta. Y aquí, por unos girasoles que brotan aunque nadie los siembre… Rara, qué le vamos a hacer.
Mientras Mía está ocupada, miro el pastel. Maldita sea, es una pieza de orfebrería. Dorado y jugoso a la vez. Coronado con merengue horneado y espolvoreado con canela. Si Karina no me hubiera dicho que lo preparó en directo, jamás creería que algo así puede hornearse en casa.
Suelto el aire.
Enciendo la cámara, saludo. Luego me corto un trocito diminuto y me lo meto en la boca. Dios, ¿por qué está tan rico? A mí la bollería ni me gusta. La última vez que comí fue cuando mi madre horneaba. Y con mi madre no hablo desde hace muchísimo…
—Sabe mejor si lo bebes con leche —dice Mía, sentándose frente a mí—. ¿Te pongo?
A lo hecho, pecho. Asiento. Trozo a trozo me como media tarta. Me siento como un yonqui que no resistió la dosis. Pero, joder, no me arrepiento de nada.
—¿No has pensado en cambiar de trabajo? —le pregunto a Mía, recogiendo las migas de la mesa—. Deberías tener tu propia pastelería, y no andar limpiando oficinas…
—Cocinar es solo un hobby. Al salir de la uni me veo en otra carrera.
—¿En cuál?
Aparta la mirada, un poco cohibida.
—No puedo decirte. Que sea una sorpresa.
—¡Al menos dame una pista! Me intriga.
Mía recoge el vaso vacío de leche y lo mete en el lavavajillas.
—Tiene que ver… con escribir. Con redactar textos.
—¡Aaah! Ya. Quieres escribir un libro. Seguro una novela romántica. ¿Acerté? Claro, estudiaste Filología, seguro que te gusta escribir…
—Me encanta.
—Pues escribe. No pierdas tiempo y empieza ya mismo. Si necesitas el prototipo de un hombre espectacular para el protagonista, puedes usar mi imagen. Te doy permiso.
—Gracias, Skyler. Qué generoso.
Se hace un selfie conmigo. Luego me desea buenas noches y se va a su cuarto.
Y yo me sorprendo pensando que no me habría importado seguir charlando un poco más…