Un amor talla Xl

14.1

El despertador suena a las siete, y por primera vez en mucho tiempo no lo pospongo diez minutos. Hoy tengo un plan: levantar a Mía para correr y disfrutar viendo cómo sufre. Seguro que no es de esas que saltan de la cama temprano para hacer deporte. Estoy a punto de presenciar la versión somnolienta y despeinada de “Miss Body Positive” y hacerle vivir un pequeño infierno (aquí debería sonar mi risa malvada).

Me pongo mis pantalones cortos deportivos y una camiseta. Hago unos estiramientos. Siento la energía fluir por mis venas. Hoy me voy a redimir: trabajaré duro y compensaré el desliz de ayer, cuando me comí aquel pastel que aún pesa en mi conciencia… y en mis abdominales.

Bajo las escaleras dispuesto a despertar a Mía. Ya imagino cómo se quejará: “¿No puede ser otro día?” o “No tengo ganas, déjame dormir”. Incluso he preparado varias frases sarcásticas para cuando tenga que arrastrarla a la fuerza.

Pero la realidad destroza mis expectativas.

Mía me espera en el salón. Lleva unas mallas verdes y una camiseta roja brillante. Si yo suelo vestirme con colores oscuros y discretos, esta cotorra ha decidido salir a correr convertida en una fresa gigante: imposible no verla. Pero lo que más me desconcierta no es su atuendo, sino que está totalmente despierta, animada, y evidentemente se levantó antes que yo.

Bueno, no importa… mi triunfo llegará.

—Pensé que no ibas a salir —dice cerrando su botella de agua—. Estaba a punto de preparar el desayuno.

Contengo mi sorpresa.

—Yo ya estaba listo hace rato —murmuro—. No quería apresurarte.

Sonríe con esa expresión de quien ve justo a través de ti.

—Si ya estamos listos, ¿vamos? Enséñame la ruta.

—Adelante.

Empezamos a correr desde la puerta. A propósito, marco un ritmo rápido para dejarla sin aliento. En tres minutos se rendirá y volverá a casa, mientras yo descanso en el parque cercano.

Pero sigue a mi lado. Y no se queja.

Han pasado diez minutos y todavía no escucho su jadeante “Skyler, no puedo más”. En cambio, escucho el clic de una cámara.

—¡Saluda a mis seguidores! —Mía sostiene el móvil delante de ella, y correr no parece afectarla—. Hace siglos que no corría, creo que desde el instituto. ¡Gracias a Skyler por adaptarse a mi ritmo de tortuga!

Por supuesto, no pienso confesar que yo soy el que apenas aguanta este ritmo.

—Deja de grabar —gruño—. Yo no entreno para presumir.

—¿Y si motivamos a otros? —ríe y sigue hablando a la cámara mientras trotamos por la avenida.

La observo de reojo. Es una bruja. No solo logra correr, sino también bromear. Ni un rastro de cansancio, mientras yo estoy a punto de escupir un pulmón.

Giramos hacia un parque. Aquí hace fresco y reina la calma. Sobre el estanque aún flota la niebla. Muy cerca está el banco que marca la meta de mis carreras: suelo desplomarme ahí, recuperar el aliento, secarme el sudor y esperar a que pase el agotamiento antes de volver caminando. Pero hoy lo ignoro. ¡Ni hablar de detenerme primero!

Con ese pensamiento acelero, intento adelantar a Mía, y casi me estrello contra su espalda (sí, corro detrás de ella; no hablemos de eso).

—Eh, ¿por qué te detienes? —me burlo, feliz de que por fin se haya rendido.

Inclina la cabeza y escucha.

—Silencio. ¿No lo oyes?

—Oigo cómo late tu corazón —bufé—. Admítelo, ya no puedes más.

—No, Timur, en serio —se lleva un dedo a los labios—. Hay un cachorro llorando cerca.

Pongo los ojos en blanco.

—Ese pitido que oyes debe ser de la presión alta. Si estás cansada, solo…

Pero ya se ha adelantado hacia una tapa de alcantarilla vieja. Se agacha, mira dentro y exclama:

—¡Dios mío, sí! ¡Mira! ¡Un pequeñito…!

Aun lleno de escepticismo, me acerco y echo un vistazo al oscuro agujero. Efectivamente, allá abajo, entre basura y tuberías oxidadas, tiembla un perrito cubierto de barro.

Mía se enternece al instante:

—¡Tenemos que salvarlo!

—¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Vas a lanzarle una cuerda?

—No… habrá que bajar. ¿Tú puedes?

La pregunta es tan absurda que me da risa. Solo a Mía se le ocurriría algo así.

—¿Me imaginas ahí abajo? ¡Está sucio, peligroso y apesta! Además, llevo zapatillas de tres mil dólares.

—No esperaba otra cosa de ti —replica, y antes de que pueda detenerla, se pone de rodillas y se mete medio cuerpo en el agujero.

Cruzo los brazos y la observo mientras se estira torpemente hacia el fondo.

—Oh, genial idea, Mía. Vas a quedarte atascada y tendré que llamar a los bomberos. Debería grabarlo: tus seguidores se volverían locos.

Resopla intentando alcanzar al cachorro. No lo consigue. El animal llora aún más, haciendo dúo con ella. Al levantar la cabeza, tiene la cara manchada, un rasguño en el hombro y lágrimas en los ojos. Oh, no. Odio las lágrimas femeninas. Son la manipulación en su forma más pura.

Suspiro.

—Podríamos pagarle a alguien para que lo saque —sugiero, usando la lógica más elemental.

—¿Ves a alguien por aquí?

Miro alrededor. Cierto, no hay un alma. Precisamente por eso vengo a correr aquí.

—Podemos llamar a Vadim. No te metas ahí. Ese perro podría ser peligroso. No lleva collar; ¿y si muerde?

—Lo intentaré igual —deja el móvil y la botella a un lado. Calcula cómo bajar mejor. Aunque no estoy seguro de que pueda pasar por ese hueco. El pecho no la dejará.

—¡Espera! —grito al darme cuenta de que va en serio—. ¡Es demasiado alto! ¡Te romperás una pierna!

—¿Y si el cachorro ya la tiene rota? ¿Te imaginas cómo se siente?

Suelto el aire, conteniéndome para que no note que mis nervios están al límite.

—¡Apártate! —la empujo justo antes de que salte—. Lo haré yo.

—Pero si acabas de decir…

—¡Cállate! —le lanzo—. Cállate y no comentes nada.

Me quito la gorra, maldiciendo por lo bajo, y me meto en la alcantarilla.

—¡Si me contagio de rabia o pillo hepatitis por las jeringas que haya ahí, será tu culpa! ¿Entendido?!




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