Un amor talla Xl

Сapitulo 15

Desciendo al pozo. Está estrecho, húmedo y huele a demonios. Mis pies resbalan sobre las tuberías sucias, y tengo que hacer un esfuerzo tremendo para no caer. Ya me arrepiento de haber bajado. Que otro salve a ese perro. Al fin y al cabo, soy cantante, no activista animal. Para eso hay gente entrenada.

—¿Qué pasa ahí abajo? —grita Mía desde arriba.

—Me temo que voy a tener que tirar toda mi ropa —murmuro—. En cuanto salga de aquí, me baño en antiséptico.

—Pregunto por el cachorro.

—Claro… porque preocuparte por mí sería demasiado pedir.

Entrecierro los ojos, buscando en la oscuridad dónde se esconde ese pobre animal. No veo nada. Enciendo la linterna del móvil y apunto el haz de luz hacia él. ¡Maldita sea! Tal vez sea un cachorro, pero cuando se levanta, tiene el tamaño de un ciervo. Jamás vi un monstruo igual: cabeza pequeña, orejas enormes, el pelaje de un color indefinido y erizado como púas de erizo. Solo de pensar en tocarlo me dan arcadas.

—¡Mía! Eso no es un cachorro. Es algún demonio. Quizá no deberíamos rescatarlo. Que se quede aquí abajo, en el infierno que le corresponde.

En respuesta, el perro gruñe y muestra unos colmillos jóvenes, pero endemoniadamente afilados.

—Está asustado —responde Mía con calma—. Háblale con cariño.

Parpadeo.

—¿Con cariño? ¿Qué se supone que diga? —doy un paso atrás y me apoyo contra la pared cubierta de moho—. Solo se me ocurren oraciones.

—No creo que quiera morderte… Pero si lo hace, recuerda ir al hospital a ponerte la vacuna contra la rabia.

Perfecto. Simplemente perfecto.

Me quedo mirándolo fijamente. Él gruñe. Yo gruño también, para que no note mi miedo. Si Mía se da cuenta de que me da miedo un perro, se reirá de mí, y no pienso darle ese gusto. Si ya me he metido en el papel de héroe, lo interpretaré hasta el final.

—Muy bien, pequeño, hagamos un trato —susurro, extendiendo la mano—. Tú no me muerdes, yo te saco de aquí. Luego cada uno sigue su camino. ¿Trato hecho?

El animal no se mueve. Sus ojos, negros y tensos, me observan con desconfianza. Ese brillo me pone la piel de gallina.

No hay opción. Tengo que actuar. Contengo la respiración, cuento hasta cinco y avanzo. No voy a mostrar miedo. No seré un cobarde ante Mía. Impulsado por una dosis de adrenalina que jamás sentí, agarro al perro por debajo del pecho. De inmediato empieza a sacudirse, a arañar y a gemir como si fuera yo quien fuera a comérselo.

—¡Tranquilo, idiota! —le siseo—. ¡Déjate ayudar!

Agita las patas como un karateka. Una de ellas termina en mi boca. Su cola mojada me golpea los ojos. Las garras destrozan mi camiseta… y su cuerpo se retuerce como un pez recién sacado del agua. No hay nada de indefenso en esta criatura.

—¿Cómo va eso? —grita Mía desde arriba.

—¡Todo bajo control! —respondo, con la voz quebrándose en falsete.

Por fin logro levantar al monstruo por encima de mi cabeza y acercarlo a la abertura. En medio del estrés, parece que hasta se ha orinado sobre mí. Bueno, no lo culpo. Yo también estoy a punto de hacerlo.

—¿Puedes alcanzarlo? ¡Tómalo! —casi le ruego—. Rápido, que no podré sostenerlo mucho más. ¡Puaj, creo que una pulga acaba de saltarme encima! ¡MÍA!

Ella agarra al perro, lo aprieta contra su pecho. El animal se calma al instante, se acurruca y suelta un pequeño gemido, como si le diera las gracias.

Desde abajo contemplo la escena, me seco el sudor de la frente y advierto:

—Ten cuidado. Puede ser peligroso…

—Oh, basta ya —responde Mía—. Has asustado al pobrecito, míralo, está temblando.

—¿Eso fue un “gracias, eres mi héroe”?

—Gracias —su sonrisa brilla como el sol—. ¡Ahora sal de ahí!

Me acerco a la pared, apoyo las manos en una tubería y me impulso hacia arriba. En mi cabeza esto parecía fácil. En la práctica, termino colgado del borde con las manos raspadas.

—Eso fue solo el calentamiento —me susurro—. Ahora verás el verdadero parkour.

Me acomodo, salto, casi logro aferrarme al borde… resbalo y caigo al fondo con un golpe seco.

—¿Qué fue ese ruido? —pregunta Mía.

Fue mi autoestima rompiéndose.

—Solo comprobando la resistencia de las tuberías —respondo, lo primero que se me ocurre—. Ya que estoy aquí abajo, pensé que…

—¿No puedes salir, Timur? —siento que intenta contener la risa; su voz tiembla traicioneramente.

—¡Claro que puedo!

Lo intento otra vez. Y otra. Y tres veces más. Cada intento termina igual: el cemento resbaladizo, las manos que se escurren, los pies que patinan. Mi dignidad cae más rápido que la economía nacional.

Mía se inclina sobre la abertura. No dice nada, pero siento su mirada. Quema más que todas las heridas de mis brazos.

Bajo la cabeza, respiro hondo y, con voz ajena, ordeno:

—Llama a Vadim.

🖤




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