Un amor talla Xl

Сapítulo 16

Cuando por fin llegamos, Skyler sale del coche como si huyera de la policía. No deja de refunfuñar sobre el día arruinado, sobre cómo su carrera se acabará por culpa de las cloacas, y sobre que yo lo “metí en este circo”.

Mientras tanto, llevo al perrito dentro de la casa. Es ligero como una almohada y tiembla tanto que se me parte el corazón. Da miedo imaginar lo que tuvo que pasar y cuánto tiempo estuvo solo, en la oscuridad y el frío.

—¡Alto! —Skyler alza la mano como si pusiera una barrera—. Ni se te ocurra. En mi casa no va a vivir.

—¿Y entonces dónde? ¿En la calle? —alzo una ceja—. No se puede dejar a un animal tan pequeño a la intemperie. Ni siquiera tienes un corral para él.

Skyler mira al techo, como si pidiera ayuda celestial.

—Mi salón es para los invitados. Mi estudio, para la música. Mi dormitorio, para dormir. Y en ninguna de esas habitaciones hay espacio para pulgas y pelo.

No dijo nada de la cocina. Así que, sin decir palabra, llevo al perrito allí. Tomo una alfombrilla del baño y la extiendo bajo la ventana.

—Aquí será su sitio —digo, dejando al cachorro sobre ella.

—¿En mi cocina? —Skyler se lleva las manos a la cabeza—. ¿Donde se prepara la comida?

—Tú no cocinas —sonrío—. Y tus bandejas gourmet para estrellas están bien selladas.

Skyler masculla algo con furia y gesticula como si fuera un actor dramático en un grupo de teatro amateur. Mientras él protesta, yo lleno un cuenco de agua y lo coloco junto al perro. El cachorro bebe con ansia, salpicando por todas partes.

—Míralo —digo en voz baja—. Está tan triste. Le dolía, pasó hambre, lloró… Y ahora está a salvo. Gracias a ti.

Por un instante el rostro de Skyler se suaviza. Pero solo un instante.

—No se quedará aquí mucho tiempo —gruñe—. Es temporal. ¿Me oyes? Temporal.

—Por supuesto —asiento. Aunque los dos sabemos que ya es nuestro. Para siempre.

Skyler me deja sola. Me ordena que el perro no huela mal y se va a “remojar” al baño. Y no exagero con lo de “remojar”, porque se queda allí casi una hora. Ya pensaba ir a comprobar si no se había ahogado.

Pero no. Está vivo y muy sano. Baja a la cocina fresco y reluciente, como recién salido de un anuncio de champú. Solo su mirada sigue enfadada y molesta. Pero ese es su rostro estándar, así que todo bien.

Se detiene, cruza los brazos.

—Bueno, ¿cómo está nuestra rata? ¿Todavía no ha hecho pis en mis zapatillas?

En las zapatillas no. Pero sí en la alfombra blanca y mullida del salón. Decido callarme. La lavaré; la reputación del cachorro, en cambio, no se limpia tan fácil.

—No es una rata, es adorable. Mira qué orejitas tan lindas tiene.

—Ya las vi —dice seco—. No tienen nada de adorables. Parece una mezcla entre hombre lobo y ciervo. Y me odia. El sentimiento es mutuo.

Resoplo. Pero cuando bajo la vista, el perro de verdad lo mira fijamente. En serio. Como si evaluara si morderle la pierna o no.

—Solo siente que estás a la defensiva. Conmigo no reacciona así.

—¡Claro que estoy a la defensiva! Mi casa se está convirtiendo en un caos. ¡Un pasillo público! Primero tú, ahora el perro, ¿quién sigue?

—Los niños —bromeo—. Mira qué cuadro perfecto: tienes casa, amor, perro… Solo faltan los niños y podrás decir que tu vida está completa.

Skyler se queda pálido y traga saliva.

—No. —Es lo único que logra decir—. Ni hablar de niños. Y además… yo… tengo que ir a trabajar. Grabar el álbum.

—¿Ni siquiera vas a comer antes de irte?

Se detiene.

—Cierto —abre la nevera—. ¿Dónde está mi comida?

—Se la di al perro.

—¿¡Estás de broma!? —grita. Creo que si pudiera, se arrancaría el pelo.

—No. Tenía hambre, y no había nada preparado salvo tu ración. Lo siento. Sé que no debía tocar tu comida —intento sonar lo más amable posible—. Pero te preparé un pastel de requesón. Está rico, de verdad.

Skyler gira la cabeza hacia la mesa, donde le señalo con el dedo.

—¿Cuándo lo hiciste?

—Mientras te duchabas.

—Vaya… Qué sorpresa —su expresión se suaviza del todo—. Bueno… esto… gracias.

Se sienta a la mesa y empieza a comer. Entiendo que le gusta. Pero no sé por qué eso me hace sentir tan bien.

—Antes comías comida de entrega porque no tenías a nadie que cocinara para ti. Ahora me tienes a mí. Si quieres, puedo ocuparme de eso —las palabras salen de mi boca antes de que mi cerebro las procese.

—¿Me harás el menú? —ironiza.

—No. Te alimentaré como a una persona normal.

—Voy a engordar.

—¿Y qué?

—No me cabrá la ropa.

—Eres rico, te comprarás otra —veo la lucha en sus ojos. Quiere negarse, pero la tentación es demasiado fuerte—. Además, no estaremos juntos para siempre. Un mes, dos. Tu figura sobrevivirá.

Skyler mete en la boca el último trozo de pastel.

—De acuerdo. Puedes intentarlo, si tanto te apetece —dice con tono de quien hace un favor—. Pero soy muy exigente con la comida. No te ofendas si no me la como.

—Trato hecho.




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