Decido darle un poco de tiempo. Mientras tanto, entro en internet y busco ese artículo catastrófico. Karina tenía razón: ahora mismo todo el mundo está pendiente de ella — más de mil compartidos, un millón de comentarios. Nunca he entendido por qué a la gente le interesa tanto meterse en la vida ajena. Primero que pongan orden en la suya, ¿no?
Ignoro el titular —siempre exagera— y paso directamente al texto. Mi vista se detiene en una frase que me encoge el corazón: «Sin él no sé qué habría hecho. Es mi rayo de luz». Oh, qué tierno...
Y enseguida me llega una sensación asquerosa. No me lo dijo a mí. Se lo dijo a los periodistas. Y solo porque ese tipo de frases forman parte de su trabajo. En realidad, Mía no siente ningún afecto por mí. Hasta un chupacabras le resulta más simpático. No entiendo por qué me afecta tanto. Ayer mismo soñaba con librarme de ella. Y hoy… hoy tengo miedo, en secreto, de perderla. Supongo que me estoy ablandando.
Me acerco a la puerta de su habitación y llamo.
—¿Mía, piensas salir? —pregunto con cautela.
—¡No!
—¡Pero tienes que sacar al perro! ¿O quieres que mee otra vez en el salón?
Me ignora.
Bueno… como quieras. No quieres hablar, no hables. Al fin y al cabo, sé de al menos una persona que está al tanto de sus asuntos. Ese amigo suyo… ¿cómo se llamaba? ¿Artem? ¡Exacto! Iré a verlo y lo averiguaré todo.
Pido un taxi. Por memoria, le indico al conductor el camino hasta su casa. Primero llegamos al portal equivocado. Damos unas vueltas por los alrededores —todas las casas aquí son iguales. Podría preguntarle la dirección exacta a Vadim, pero no quiero que se meta. Ya habla demasiado con Mía. Solo faltaría que también se involucrara en resolver sus problemas económicos. Quiero seguir siendo, al menos en eso, el único héroe a sus ojos.
Por fin encontramos el edificio correcto. Le pago al taxista el triple con tal de que deje de quejarse y me espere. No planeo tardar mucho. Solo hablaré con Artem, cuestión de minutos.
Me pongo la capucha y salgo a la calle. Junto a la entrada hay una abuela sentada —¡qué suerte!
—Buenas tardes —le sonrío, confiando en mis encantos—. ¿Podría decirme dónde vive Mía?
—¿Mía? Muchacho, ¿crees que me sé los nombres de todos los vecinos? —responde con una voz chirriante, como una puerta vieja—. Vaya ocurrencia…
—Mía… bueno, es… guapa. Pelo largo y pelirrojo, lleva vestidos coloridos. Comparte piso con un amigo. Se llama Artem.
—Ah… —asiente la anciana—. ¿Artem? ¿Nuestra estrellita local?
¿Estrellita? ¿Qué broma es esa? Aquí solo hay una estrella en el firmamento —y soy yo.
—¿Y dónde vive ese Artem?
—Tercer piso, apartamento sesenta y cuatro. Toca el portero, te abrirá. Está en casa.
—Gracias.
Uf… medio trabajo hecho. Me acerco a la puerta, aprieto el botón del portero y espero.
—¿Quién es? —se oye al cabo de un minuto.
—Soy… me llamo Timur.
—¿Quién? No conozco a ninguno.
—¡Skyler!
Silencio.
—Oh… ¿Mía? ¿También estás ahí? ¿Por qué no avisaste de que venías?
—Mía no está. Estoy solo.
Otra pausa.
—¿Y por qué? ¿Qué ha pasado con Mía?
—Está bien. Pero no sabe que estoy aquí. Y no debe saberlo. Nuestra conversación debe quedar en secreto.
—Bueno… de acuerdo. Me intrigaste —suena el pitido del portero al abrirse—. Entra. Pero aviso, no esperaba visitas.
Subo por las escaleras —el ascensor no parece de fiar. Aquí está oscuro, húmedo y huele mal. Justo como en las películas de mi infancia… Sacudo la cabeza. Al diablo con la nostalgia.
En la puerta no hay número. En su lugar, me recibe un idiota disfrazado de muñeco de nieve. ¿Y este es la estrella local? ¿Un animador? Bah… no hay competencia que temer aquí.
—¡Hola! —los ojos de Artem brillan con entusiasmo, como si acabara de presenciar la segunda venida de Cristo—. ¡Encantado de conocerte!
—Ajá, —murmuro mientras paso a su lado, cruzo el umbral y enseguida siento que he entrado en otro mundo.
El piso es pequeño, pero luminoso. Demasiado. En las paredes hay pósteres de colores, guirnaldas navideñas colgando torcidas del techo. En las estanterías, libros y tazas amontonados, atrapados a medio camino hacia el fregadero. Es un caos, pero… un caos vivo. Tiene carácter. El lugar me recuerda a la propia Mía: ruidoso, desordenado, un poco loco, pero cálido y acogedor.
Recorro la habitación con la mirada, y por un momento me parece que ella está allí. Que en cualquier instante podría salir de detrás de una puerta, bromear o regañarme. Incluso huele a ella… una mezcla de vainilla y pimienta picante.
—Perdona otra vez por el desorden —dice Artem, pasando junto a mí y recogiendo una camiseta del suelo.
—No pasa nada —le hago un gesto. Aunque en mi cabeza solo pienso: ¿cómo puede vivir aquí después de mi casa? No puede volver a estas condiciones.
Mi atención se dirige a una puerta entreabierta. Me entran ganas de mirar dentro, pero en cuanto doy un paso hacia adelante, se cierra de golpe justo ante mi cara.
Artem está apoyado contra ella, con la mano en el pomo. Su sonrisa ha desaparecido.
—Es la habitación de Mía —dice bruscamente—. No se puede entrar sin su permiso.
Levanto una ceja.
—Solo quería… —me aclaro la garganta—. Ella, por cierto, ahora vive en mi dormitorio. ¿Y yo no puedo ni mirar el suyo?
—No puedes —repite.
Hay algo en su voz que me inquieta. No parece que solo esté protegiendo su intimidad. Es como si escondiera algo.
¿Qué otros secretos tiene Mía?