Un Ángel de las Montañas, Disponible En Físico.

Prólogo

23 de diciembre de 1993

El clima frío, nublado y delicioso de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, México, estaba como para degustar un exquisito café de olla acompañado de pan recién hecho. Esa ciudad, que era el mayor centro urbano de la Región de los Altos de Chiapas, se caracterizaba por su rico pan y atracciones turísticas, siendo el foco de atención de los extranjeros por su arquitectura coloquial antigua y la diversidad de objetos hechos a mano que la población indígena ofrecía a sus visitantes.

Las luces de colores adornaban la majestuosa ciudad, llamada “Pueblo mágico”, por sus asombros andadores y tiendas interesantes, además de que era la época decembrina y el clima era más helado de lo habitual.

Eluney Tizatl vivía felizmente en San Juan Chamula, a diez kilómetros de San Cristóbal de las Casas, rodeada de su familia y vecinos con los que todos los días, a primera hora de la mañana, salían a pastorear a sus becerros en las montañas y recolectar flores silvestres.

Se hacía cargo de sus dos hermanos menores que apenas acababan de nacer y no tenían un nombre, por lo que ella, a escondidas de sus padres, los llamaba bebé uno y bebé dos. Eran gemelos.

Cuando no iba con los becerros, era enviada a vender manualidades a San Cristóbal en compañía de las hijas de su vecina en quien más confiaba su familia.

El trío de jóvenes emprendía la caminata por carretera, jugando, saltando y riendo. Una vida tranquila en jóvenes de dieciocho años, las cuales no recibían ninguna educación y se dedicaban a las tareas del hogar y a trabajar.

—Mi madre dice que ya debo buscar esposo. —Le oyó decir a Ixchel luego de situarse cerca de los andadores. La joven parecía desanimada—. Porque ya estoy por cumplir dieciocho años y no quiere que comience a estorbar en casa. Mis hermanos menores necesitan más atención que yo.

Eluney se estremeció. Su hermana Nictexa había sido vendida por tres cabezas de ganado a un hombre originario de Oxchuc, llevándosela para siempre.

Tenía dos años que no sabía nada de ella y la echaba muchísimo de menos.

Los conocidos de sus padres solían ir a su casa a pasar temporadas con ellos, pero últimamente había estado visitándolos un sujeto de Chenalhó y se sentía incómoda con su presencia y miradas indecentes que ese sujeto le enviaba a la menor provocación.

El hombre se llamaba Horacio Méndez y tenía más de treinta años. Tenía bastante dinero porque se dedicaba a la venta de leche de cabra y le iba excelente. Y a pesar de los interrogatorios que Eluney les hacía a sus padres ante la visita de ese hombre, ellos la ignoraban.

En el fondo, la joven percibía un tipo de interés inusual de Horacio para con ella y se le revolvía el estómago cada que lo tenía cerca.

Tenía miedo de que su destino ya estuviera escrito y la casasen a la fuerza con alguien que ella no amaba ni conocía.

—A mí me habría gustado ir a la escuela y tener una carrera —murmuró Eluney, saliendo del ensimismamiento durante el trayecto a San Cristóbal—. Casarse lo veo innecesario. Hay más mundo allá afuera que solo el matrimonio, hijos y trabajar. Nacemos para trascender y sobresalir entre tantas personas. Mi vida es más que esto, se los aseguro.

—Si no nos casamos pronto, nos venderán a un anciano —agregó Asiri, hermana de Ixchel con desdén y repugnancia—. Pero no hay ningún chico que llame mi atención y, dadas las circunstancias, no podemos aspirar a enamorarnos de catrines de ciudad porque ellos ni nos voltean a ver, y tienen razón… ¡Mirémonos, somos todo lo que a los catrines les asquea, comenzando con nuestros rasgos y piel! —La voz de la joven se tiñó de amargura y se abrazó a sí misma.

—Que seamos indígenas no nos hace menos que los demás —eludió Eluney, aunque en el fondo, sabía que Asiri tenía razón. La comunidad indígena era menospreciada y discriminada por su origen y rasgos poco aceptados en el estándar de belleza de la sociedad.

¿Qué tenía de malo tener piel morena, cabello como la noche y ojos color ébano; además de vestir con faldas de piel de animales y blusas bordada con flores hermosas hechas a mano?

—Tener la piel como la leche es mi sueño frustrado —suspiró Asiri—. Así no tendría problema alguno con conseguir un esposo joven y guapo, que yo misma elija y no al revés, y peor aún, que tenga la misma edad que mi padre o abuelo. Es deprimente. Ojalá tengamos suerte de por lo menos elegir a nuestro esposo…

Eluney se mordió los labios, cabizbaja.

Observó el cielo y el sol la cegó por unos segundos.

Nada podía cambiar su destino, salvo un milagro.




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