Eluney Tizatl
23 de diciembre de 1993
Su vida estaba a manos de las decisiones de sus padres y temía que la vendieran pronto con el mejor postor, que, a decir verdad, ya tenía nombre y apellido: Horacio Méndez.
Cada que ella quería indagar en cómo sus padres, que eran casi de la misma edad, lograron casarse y formar una familia, ellos cambiaban de tema fácilmente, dejándola con la incógnita.
Eluney sospechaba que su madre jamás se enamoró de su padre, pero aprendió a vivir con ello.
Lo único que sabía de su madre era que había nacido en Bochil y ahora se hallaba en San Juan Chamula.
Horas más tarde, decidieron ir a la iglesia de Santa Lucía a refrescarse con una botella de agua y contar el dinero de su venta.
La madre de Ixchel y Asiri tejía hermosas blusas y ellas las vendían, y la de Eluney simplemente hacía pulseras y collares a base de semillas secas pintadas. Las que más vendía eran las de café porque olían muy rico.
—Me gustaría pasar a comprar champurrado y un tamal, ¿me acompañan? Llevo días antojándome y mi mamá no ha podido prepararlos —dijo Ixchel. Las dos estuvieron de acuerdo y terminaron comprando también un vaso.
El champurrado era una preparación mexicana típica del atole, elaborada a base de masa de maíz machacado, chocolate oscuro y agua con canela, hervidos para espesar, que siempre se acompañaba con tamales y sabía delicioso.
Las tres muchachas encontraron libre una banca metálica cerca de la Catedral y degustaron aquella delicia entre risas y bromas.
A las seis de la tarde, estuvieron de vuelta a casa. En el camino, divisaron a varios convoyes de militares en camionetas enormes, todos armados hasta los dientes.
Ni siquiera repararon en las tres jóvenes indígenas que se hallaban caminando en la orilla de la carretera, que miraban perplejas el espectáculo, porque eso era, un espectáculo muy peculiar.
A Eluney le pareció extraña la presencia de ellos, puesto que, por lo que sabía, gracias a la radio o televisión, que ella decidía ver o escuchar con atención en algunos locales cuando volvía de vender, solo pasaba eso del agrupamiento militar cuando había problemas graves. Y se preguntó a qué se debía.
Corrieron más deprisa hasta llegar a sus casas y resguardarse de lo que pudiese ocurrir.
Se despidieron y atrancaron bien las cercas para luego encerrarse en el interior de sus hogares, que eran de materiales débiles: madera, tejas y lámina.
El fogón estaba encendido y se sintió segura en la calidez de su humilde morada. Le entregó el dinero recolectado a su padre y se sirvió un cuenco de frijoles de la olla bien caliente, desmenuzó queso encima, cebolla picada y chile habanero para su mejor sabor.
Se comió seis tortillas hechas a mano y una taza de café humeante. La temperatura había descendido como cada anochecer.
Su aliento se notaba al exhalar.
—¿A qué vendrán los militares? —Eluney preguntó a nadie en particular. Inmediatamente, su padre volteó a verla.
Su madre encontraba cambiando a sus hermanos en la habitación continúa.
—¿De qué hablas?
—Los militares pasaron hace un rato en dirección a San Cristóbal. Eran muchos —dijo Eluney, dándole el último sorbo a su café.
El rostro de su padre palideció.
—Debe ser algo relacionado al gobierno, no te preocupes. Ahora ve a tu habitación y quédate ahí, ¿de acuerdo? Está helando —dijo él, echándole un rebozo por encima de los hombros porque el invierno seguía haciendo de las suyas.
Ella obedeció sin protestar.
Se durmieron temprano como todas las noches y despertaron antes del alba con el canto de los gallos. Estaban en vísperas de Navidad y el día amaneció más nublado y gélido.
Por indicaciones de sus padres, Eluney se quedó en casa para pasarla en familia. No celebraban con júbilo esas fechas, pero eran creyentes de Dios y de la Virgen de Guadalupe.
Este año había sido el primero en el que no hacían la peregrinación hasta la Basílica de Guadalupe en Ciudad de México por el nacimiento de sus hermanos.
No obstante, mientras desayunaban huevos a la mexicana, Eluney alcanzó a escuchar la gutural voz de Horacio Méndez acercándose desde el exterior y se encogió en su asiento.
¿Qué hacía ese hombre ahí? ¿Acaso pretendía pasar la Navidad con ellos?
—Adelante, pasa —dijo su padre, con una sonrisa de oreja a oreja, abriéndole paso a Horacio.
En ipso facto, el hombre hizo acto de presencia con total confianza y Eluney deseó salir corriendo.
Él era robusto y apenas medía un poco más que ella. Comenzaba a quedarse calvo y sus ojos eran más oscuros que la noche, al igual que su piel. Tenía una expresión mortífera y siempre cargaba consigo un machete oxidado en la cintura, señal de ser alguien de pocas pulgas.
El bigote y barba no le ayudaban en absoluto, trasmitiendo desconfianza y temor.
En cuanto sus miradas se cruzaron, la fémina sintió que vomitaría. Los mezquinos ojos de ese sujeto irradiaban depravación y lascivia pura.
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Editado: 19.08.2024