Un Ángel de las Montañas, Disponible En Físico.

Capítulo 8

Eluney salió corriendo, siendo consciente que su vida dependía de ser astuta e inteligente.

Su prometido estaba ahí afuera, cazándola y no podía dejar que la atrapara, porque, si eso ocurría, Alexander y Sebastián morirían. Ellos eran buenas personas.

Atravesó las calles empedradas, siendo cuidadosa de alejarse del tumulto. Buscó desesperada nuevos vehículos militares y los divisó alrededor del Palacio Municipal. Corrió tanto como pudo. Estaba descalza porque sus sandalias se rompieron en sus expediciones de alimento.

Encontró enseguida a un grupo militar que montaba guardia en la parte trasera del palacio y, al verla, se pusieron a la defensiva.

—¡Necesito hablar con el comandante Carlos Marroquín, es urgente! —exclamó. Los hombres la miraron con desprecio y comprendieron que no era amenaza alguna, así que la ignoraron—. ¡Es sobre su hijo, Alexander Marroquín y su amigo Sebastián Bustamante!

Aquello los desconcertó.

—¿Tú qué sabes de ellos, muchacha? —espetó uno de ellos, con el rostro endurecido. Tenía los ojos extrañamente ambarinos como los de Alexander y su ropa era diferente al resto. Se había mantenido oculto de su vista hasta ese segundo.

—Soy Eluney Tizatl y vengo a hablar con ese señor porque su hijo me ha enviado. Él y su amigo se encuentran gravemente heridos, ¡tienen que ayudarlos! —insistió.

—Seguramente es una maldita trampa —musitó el compañero del hombre de ojos ámbar—. Ella pertenece a los rebeldes, incluso vestida como gente civilizada, se le nota lo indígena —se burló, enviándole una mirada de asco.

—¿Cómo conoces a esos soldados? —El sujeto ignoró al otro y se dirigió ella con interés.

—Los salvé de ser asesinados, pero fueron heridos gravemente. Están a siete calles de aquí, por favor, necesito hablar con el padre de Alexander Marroquín —verbalizó, presa de los nervios y sacó la pulsera de ámbar—. Esto es suyo y me dijo que, en cuanto encontrase a su padre, le comunicara este mensaje. “Ya entendí mi lección de ser un mal hijo. Llévame a casa con mamá”.

Entonces, el reconocimiento llegó a los ojos de aquel hombre y le arrebató la pulsera de la mano.

—¡Es mi hijo! —gritó eufórico y sonrió ampliamente. Eluney percibió lágrimas contenidas en sus ojos—. Llévame con él, muchacha, te lo ruego.

Eluney asintió y, tanto Carlos Marroquín como diez hombres más, la siguieron por las calles hasta llegar a la casa de su maestro. Abrió deliberadamente y entraron rápidamente a verlos. Ella se sintió realizada cuando el encuentro entre padre e hijo se originó. Se mantuvo cerca de la puerta y suspiró. Deseaba que pronto terminara todo.

—¿Dónde está Eluney, padre? ¿Dónde está ella? —escuchó la voz de Alexander, buscándola.

La chica se sintió emocionada al ver que ese catrincito le había tomado afecto en esos seis días de convivencia forzada.

—Estoy aquí —dijo con singular alegría, pero al momento de dar un paso, sintió unos rudos dedos cubiertos de sangre seca enterrarse en sus hombros—. ¡Auxilio…!

Su gritó fue impedido por esas mismas manos y enseguida los soldados salieron a su rescate con el comandante Carlos Marroquín enfrente, todos listos con sus armas.

Eluney entornó los ojos al darse cuenta de que se trataba de Horacio Méndez. Él sostenía su machete sucio de sangre justo debajo de su cuello y el frío de la hoja le erizó la piel.

—Ella es mi prometida y voy a llevármela —rugió el hombre originario de Chenalhó, con ojos de loco—. Si permiten que me la lleve, no le haré daño.

—¡Suelta a la muchacha! —bramó Carlos Marroquín, quitándole el seguro a su arma.

—¡Déjame ir! ¡Jamás me casaré contigo! —gimoteó Eluney, muerta de miedo.

—¡Serás mi mujer! Lo pactamos con tus padres, que, de hecho, tu papá fue asesinado por uno de estos imbéciles a los que estás defendiendo, dejando desamparada a tu madre y hermanos. Yo me haré cargo de que nada les falte, pero tienes que venir conmigo y ser mi esposa —la amenazó.

—¡Eluney no irá contigo a ninguna parte! —vociferó Alexander Marroquín, saliendo a enfrentarlo como pudo—. ¡Ella no es de tu propiedad, bastardo!

Su padre y el resto de los soldados, e incluida Eluney, se sobresaltaron por su presencia.

Él sostenía su M16 con fuerza, ignorando el dolor de su costado. Las vendas se habían teñido nuevamente de sangre por el esfuerzo, pero no le importó.

—Eluney vendrá conmigo a la capital para independizarse y ser alguien en la vida. Contigo solo tendrá un destino miserable.

—Tú no la conoces tanto como yo para darte el lujo de hablar de ella a tu antojo, maldito catrín —masculló Horacio, apretando más el machete en el cuello de Eluney—. Y tienes suerte de estar con refuerzos, porque de haber estado solo, te hago pedazos de un solo golpe.

—Bastaron solo seis días para conocerla mejor que tú —replicó Alexander, con las manos temblándole de rabia. No iba a permitir que su ángel de las montañas continuara siendo prisionera en ese sitio y en manos de ese sociópata—. Ella es más que un objeto sexual y sirvienta, porque para eso la quieres. No la amas, no sientes amor por Eluney, solo quieres usarla, como todos los de tu raza, oprimiendo a las mujeres de por vida.




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