La semana transcurrió entre risas, cafés espumosos y una manera de crear vínculos que no había imaginado posible. La competencia de degustación había sido un éxito rotundo, y estaba claro que el amor por el café no solo creaba sabores; unía corazones. Sin embargo, mientras disfrutaba de esos momentos felices, una sombra seguía acechando: el gorra oscura no había terminado de hacer su jugada.
Después de varios días de preparación, llegó el momento de la gran competencia en la que se medirían todos los baristas que habían participado en el festival. La adrenalina fluyó por mis venas, y las mariposas en mi estómago danzaban frenéticamente. Sabía que era una oportunidad para probarme, pero también era escrutinio.
A medida que la fecha se acercaba, la presión aumentaba. Con cada espresso que servía en la cafetería, me sentía más preparada, pero la competencia comenzaba a asomarse como un campo de batalla. Mi mente se llenaba de estrategias y de la necesidad de demostrar que era más que solo habilidad: era la conexión entre el café y la experiencia de vida.
Carlos, siempre mi fiel compañero, se convirtió en mi aliado perfecto durante esos días. “Ana, deberías relajarte un poco. Recuerda que el café, al igual que la vida, se disfruta más cuando no se complica demasiado”, me aconsejó mientras limpiaba la barra.
“Lo sé. Pero esto es importante. Realmente quiero mostrar lo que puedo hacer. Esta vez, quiero traer algo especial al escenario”, le respondí, pensativa.
El día de la competencia llegó, y al entrar en el lugar, el bullicio de la multitud me rodeó como una ola. Las luces brillantes llenaban la sala, y el ambiente era electrizante. Podía sentir cómo las miradas de otros competidores se centraban en mí, una mezcla de admiración y rivalidad.
El gorra oscura estaba allí, junto a su compañero, quien mostraba un aire de confianza que solo era rivalidad disfrazada. Mientras se preparaban para la nueva ronda, su mirada se cruzó con la mía, y sentí un escalofrío recorrer mi columna. No podía permitir que eso me afectara.
“Escucha, Ana, hoy es tu día para brillar”, me animó Diego, acercándose a mí y dándome un ligero empujón en el hombro. “Ella no puede quitarte lo que has logrado hasta ahora. Muéstrales de lo que estás hecha”.
Las palabras de Diego resonaron en mi mente como un mantra. La confianza que emanaba de él me llenó de determinación. Iba a desafiar las expectativas; no solo quería ganar, sino mostrar por qué el café era más que una competencia y una bebida.
Cuando el presentador llamó a los participantes, el ambiente se volvió denso con una mezcla de emoción y ansiedad. Los competidores se alineaban en el escenario, y mientras cada uno avanzaba, veía las especialidades de los demás con la mente abierta.
“Yo podría hacer eso”, decía en voz baja a mis compañeros después de cada presentación. Cada café presentado era una experiencia, una historia que sus creadores querían contar.
A medida que llegó mi turno, sentí cómo el tiempo se detenía. Caminé hacia el escenario con mi delantal y mi corazón latiendo ferozmente. El café que estaba a punto de crear tenía que capturar mi esencia, y ya no había vuelta atrás.
Tomé un momento para respirar profundamente antes de comenzar. Con cada movimiento, algo en mí se transformó. La combinación de granos colombianos con un toque de especias sonaba justo como un abrazo de calidez. Después de todo, cada sorbo debía ser un viaje; ahora, el coriáceo era la respuesta.
Medí y vertí los ingredientes con una dosis de amor, dejando que cada uno se integrara con el anterior. La leche espumosa empezó a bailar en la taza, formando figuras que evocaban momentos felices. Pero en medio de la creación, la voz del gorra oscura resonó en mi mente: “¿Quién necesita historias cuando tienes colores?”.
Privada de auto-sabotearme, decidí que el sabor tenía que ser el protagonista. Cuando terminé, levanté la taza hacia el público. “Este café es una celebración de la conexión entre nuestras historias. Cada nota es un recordatorio de la calidez que el café puede traer a nuestras vidas”, anuncié, con confianza.
Las reacciones del jurado comenzaron a gesticular. Ellos tomaron sorbos, y mientras sus ojos se iluminaban con sorpresa, podía sentir cómo la multiplicidad de mis sensaciones se desbordaba en la habitación.
Las ovaciones resonaban, y el eco de mi triunfo resonaba en el aire. Era el momento que había estado esperando, donde el esfuerzo y la pasión se fusionaban en una respuesta eufórica. Pero, al mirar hacia el gorra oscura, su expresión permaneció hierática.
Después de algunas presentaciones más, el jurado deliberó lentamente, y las decisiones se sentían cada vez más tensas. El ambiente era una mezcla de emoción y ansiedad, y mientras las horas pasaban, los murmullos comenzaron a resonar en la sala.
Finalmente, el momento decisivo se acercó. Se pronunciarían los resultados, y el aire parecía cargar de consecuencias. Mientras subía al escenario para escuchar los veredictos, la emoción se volvió casi hirviente.
“¡Y el ganador es… ¡Ana!” La voz resonó, y un rugido de aprobación estalló entre la multitud. El sentimiento de triunfo desbordó mi corazón, y todo el esfuerzo parecía haber valido la pena.
Pero la mirada del gorra oscura no se había suavizado. Había algo trameado y oscuro detrás de su ser que me llenó de inquietud. Sabía que no sería fácil mantener mi posición. Ahora más que nunca, tenía que permanecer firme y recordar las raíces que me habían guiado hasta aquí.
Diego se acercó, su expresión rebosante de orgullo. “Hiciste magia. No te dejes afectar por el gorra, él está buscando lo que tú ya tienes: conexión con las personas”. Su consejo fue como un bálsamo para mi ansiedad.
“A veces creo que su arrogancia nublará su capacidad de ver lo que realmente significa”, le respondí, sintiendo que debía ser cautelosa.
Las semanas siguientes siguieron llenas de emoción y preparación para nuevos desafíos. La controversia que había surgido con el gorra oscura pronto se transformarían en una nueva rivalidad, lo que me llevó a cuestionar la autenticidad del amor por el café que compartíamos.