La cámara está encendida.
Se ve mi cara, mal iluminada por la pantalla. Detrás, una pared blanca y una cama sin sábanas.
— Hola… — digo, con una risa que suena más a disculpa que a saludo —. Supongo que ya no importa cómo empiece, ¿no?
— Mi nombre es… — mi voz se corta, tiembla un poco—. Bueno, da igual. No creo que eso importe ahora.
De todas formas, cuando encuentren este video, el nombre va a estar en la descripción.
Dejo caer un silencio.
Me río, porque es lo único que puedo hacer sin que duela.
Río como quien ya no tiene nada que perder.
— Nunca aprendí a llorar — digo finalmente, mirando el punto rojo que parpadea en la cámara —.Y cuando lo logré, ya no supe cómo detenerme por dentro.
Mi habitación está en penumbra. El único sonido es el del ventilador viejo que no sé por qué sigue encendido.
— Afuera se escucha la lluvia — murmuro — ¡Oh!.Lo siento, me he distraído. Llorar era peligroso en casa. Así que, aprendí a tragar el llanto como quien se traga una piedra. Hasta que un día dejé de sentir las ganas de llorar.
Y cuando eso pasó… también dejé de sentir casi todo.
No quiero que me tengas lástima. Eso no. No lo deseo.
Solo necesito dejar todo esto aquí, en algún lugar donde alguien pueda escucharlo. Y sí, podrías pensar que soy la consecuencia de muchas historias que nadie quiso escuchar antes.
Recuerdo una noche en que lloré tan despacio que ni yo me escuchaba.
El cinturón seguía cayendo, una y otra vez, y yo solo contaba.
Uno.
Dos.
Tres.
Para ese entonces, a veces pienso que solo quería asegurarse de que ninguno de nosotros, ni mi madre, ni mi hermana, siguiera siendo humano.
—¿Saben? — le hablo a la cámara como si fuera un amigo que nunca tuve —
A veces creo que uno nace dañado, y que los golpes solo te recuerdan lo que ya eras: algo roto.
Me acomodo el cabello, respiro.
Siento las manos frías.
El cursor del ratón se mueve solo, pero no detengo la grabación.
— No sé por qué sigo hablando —susurro, bajando la mirada —
Tal vez porque nunca me dejaron hacerlo antes.
La gente cree que los niños olvidan, pero no. Incluso ahora es un recuerdo tan vivido, que aún duele.
— Esta no es una historia de esperanza — miro a la cámara, con una media sonrisa que no llega a los ojos—
Es una autopsia.
Para que cuando abran todo de mí, y me encuentren, vean que ya no queda nada útil.
Todo está podrido. Corrompido.
Acaricio la mesa, como si el tacto me mantuviera anclado a algo.
La cámara sigue grabando.
La luz roja parpadea.
— Capítulo uno — digo con voz firme, por primera vez—: Mi vértebra se ha roto.
Apago la cámara.
Y el silencio vuelve