Víctor buscó a Adela a su casa y de ahí fueron a una cafetería cerca de la sierra. Era un sitio reservado ya que el hombre quería agasajar a su hija con algo especial antes de regresar a su casa.
—Pedí lo que quieras, nena.
—Bueno —dijo la chica y leyó el menú que incluía distintos tipos de infusiones y masas finas—. ¿Cuándo vuelves a Córdoba?
—Mañana. Tengo asuntos pendientes. Me hubiera gustado quedarme más días, despedirte para cuando te vayas a Jujuy. A propósito, le voy a dar plata a tu mamá por si necesita cubrir más gastos.
—No es necesario.
—Podemos ir después al centro, a ver si hay algo que te gusta.
—Gracias.
Víctor sacó una cajita que tenía impreso el logo de una conocida joyería de Córdoba. Le dio a Adela en la mano.
—Tu regalo.
—Con la fiesta fue suficiente.
—No seas modesta, nena. Es algo especial. Sé que no querías la típica cadenita de quinceaños, esto es diferente. Es algo que espero lo continúes. Mi abuelo siempre añoraba con una familia grande, con tener pequeñas tradiciones. Yo fui severo conmigo mismo, fui muy malo con mi hermana, metí la pata con ustedes y mi plan de vida era muy distinto al que soñaba él para mí. Les hice mucho daño, a todos. Quizás eso me está dando vueltas la cabeza, porque estoy algo preocupado por lo que voy a dejar cuando ya no esté en este mundo podrido.
—Venías tan bien... —sonrió la chica y abrió la cajita que contenía un colgante. Lo miró detenidamente.
—Mi papá sufrió mucho cuando hice el servicio militar. Me regaló uno parecido cuando regresé a casa sano y salvo. El año pasado hice uno igual para Alejandro y ahora, con motivo de tu cumpleaños, tuve que ir a un joyero especializado para que lo rediseñara e hiciera uno más acorde para una señorita como vos.
—Me encanta. Gracias —dijo Adela y tomó la cadena para ponérsela, una especie de chapita de esas militares, pero más delicada y femenina, con sus iniciales grabadas y, detrás, las iniciales de su abuelo, de su padre y el año del servicio militar realizado. Víctor la detuvo y se la puso él mismo. Al finalizar se abrazaron largamente.
—Vamos a estar juntos más seguido, Adela, te lo prometo.
La chica asintió. Ambos disfrutaron del té, hablando de todo un poco. Pidieron la cuenta y decidieron ir a pasear por la villa.
—Hay algo que te quiero preguntar.
—Sí.
—Ese rubio desabrido de la fiesta, ¿es tu novio?
—¿Juanchi? No.
—Sin mentiras.
—En serio. Es mi mejor amigo. Estaba medio raro en la fiesta... y puedo adivinar por qué —dijo esto a regañadientes—, pero si lo tratas seguro que te va a caer re bien.
Víctor hizo una cara de incredulidad, la misma que hacía ella.
—¿Cómo se llama? Su nombre completo, digo.
—Se llama Juan Cruz Martínez.
—Ese apellido me da mala espina... y recuerdos de guerra.
—Todo te da mala espina, Montero —bromeó la chica.
—¿Vos también vas a cuestionar mi instinto, hija?
—Ay, pa. ¡Si predices puras desgracias! —dijo la chica, con lamentación.
Los días siguientes el colegio se convirtió en un caos debido a los planes de viaje de cada año. Para el noveno año, el miércoles acababa la semana y, al día siguiente, les tocaría a ellos emprender su aventura norteña. El rector quería decir unas palabras para cerrar la semana de clase, sin embargo, no podía con el barullo que empezó una vez terminó el arrío de a bandera.
El bigotudo, como le decía Juanchi, le hizo una seña a Dan. Este sacó su guitarra eléctrica y acudió a donde estaba el señorcito. Conectó todo a los altoparlantes, subió a tope el volumen y tocó un par de acordes de los más ruidos y agudos que existían, provocando que todos los presentes se taparan los oídos, gritaran y que algunos pajaritos salieran despavoridos de los árboles.
—Gracias por su contribución, Guerrero —empezó el rector, hablando desde el micrófono—. Quiero desearles a los chicos de séptimo, octavo y noveno año un feliz viaje. Espero que a su regreso empujemos una vez más, para terminar el año de la misma forma. Aprovechen la oportunidad, disfruten y pórtense bien, por favor. Hasta la próxima.
Unos gritos de emoción inundaron el lugar. Cada año esperó su turno para salir y, cada uno, emprendió el camino a casa con la misión de prepararse para el ansiado viaje de curso.
En casa de los Martínez era Milena la ansiosa. Eran las cinco de la tarde. A las seis era la hora estipulada para salir a la ruta.
—¿Es que no piensas ayudarme? —preguntó su hermano que estaba en compañía de Nacho, tomando tranquilamente unos mates.
—¿En qué si todo lo quieres hacer vos? Aparte, controlé personalmente todo lo que lleva el chico, no le falta nada. Sentate, así te relajas.
—No puedo. Sé que le falta algo, estoy segura que con ese par de camisetas...
—Dale, Mile. Sentate —la invitó Nacho.
—Encima a Juanchi se le ocurrió ir a pasar a los perros justo ahora.
Los hermanos se miraron resignados. Mile era una extensión de doña Cata, preocupona y ansiosa por los problemas de los demás aunque menos dramática. Juanchi regresaba alegre, soltando a los perritos apenas entrando al patio. Estos hicieron un par de monerías, tomaron agua y cada uno fue a lo suyo: Puchero a seguir los pasos del chico a la casa y Mazamorra, tomando su lugar como siempre en el frente.
—¡Hasta que regresas! ¿Has visto la hora que es?
—¿Las cinco y algo?
—Vamos, que vas a perder el cole.
—Mile, tranquila. ¿Sí? —saltó Agustín, conteniendo la exasperación—. Andá a prepararte, mijo, que todavía estamos a tiempo.
Juanchi fue a darse una ducha. Se puso la ropa para el viaje y tomó la valija nueva que su tío Nacho le había comprado. Bajó las escaleras. Tanto su padre como Mile estaban en la cocina hablando alto y su tío, sonriente, abrió la puerta de entrada de la casa.
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Editado: 07.07.2024