Un Contrato Muy Travieso

Capítulo 1

Ana María Artime se removió en la butaca de diseño italiano por tercera vez en menos de cinco minutos. No era incómoda —costó más que su primer coche—, pero la presencia de Arturo Salcedo, sentado frente a ella con gesto solemne y las manos entrelazadas sobre las rodillas, estaba consiguiendo ponerla de los nervios.

—Ya lo sabes, Ana —dijo él, con ese tono grave que usaba cuando daba malas noticias o facturas astronómicas.

—Arturo, de verdad… —suspiró ella—. Me parece exageradísimo. Y, además, ¿para qué?

El abogado se ajustó las gafas, como si eso fuera a darle más autoridad.

—Tal vez lo sea, pero yo me limito a cumplir órdenes. Y el “para qué” es sencillo. Artime-Norlega Shipping sigue siendo una de las navieras más importantes del Mediterráneo. Ferris, portacontenedores, rutas internacionales… Separada, pierde fuerza. Unida, sigue siendo un monstruo empresarial. Esto lo sabes desde que tenías coleta y mochila.

Ana puso los ojos en blanco.

—Lo sé desde que aprendí a hablar. Mi padre me lo repetía como si fuera un mantra. A veces varias veces al día. Pero mi padre ha muerto, Arturo. Y yo estoy sola… y no pienso casarme con un desconocido por una empresa.

—Dejará de ser un desconocido muy pronto —replicó él con calma—. He venido hoy de manera extraoficial para evitar dramas innecesarios. Mañana vendrá el notario con todo el papeleo, pero quería prepararte antes.

Ana cruzó los brazos.

—Ya me explicaron el testamento cuando murió.

—Exacto. Y sabes perfectamente qué dice. Si te niegas a casarte con el hijo de su socio, pierdes la herencia. Todo. Acciones, propiedades, cuentas… —hizo una pausa—. No creo que te apetezca empezar de cero compartiendo piso en Valencia.

—Por supuesto que no —admitió ella sin dudar.

—Bien. Entonces tendrás que casarte con Celso Norlega antes de que termine el año. Estamos en junio, Ana. El reloj corre.

—Es absurdo —murmuró—. Se lo dije mil veces a mi padre.

—Y él te explicó por qué era necesario.

—Decía que era mi deber.

—Y, sinceramente, sigo pensando que lo es —añadió Arturo—. A menos que el señor Norlega se niegue. En ese caso, todo pasaría a tu poder.

Ana alzó una ceja.

—¿Y si soy yo la que dice que no?

—Entonces todo será suyo —respondió sin rodeos—. Créeme, él ha escuchado esta misma historia desde pequeño.

—Tengo entendido que su padre también falleció.

—Así es. Ambos están ahora a merced del testamento y del notario. Yo solo quiero evitarte problemas, Ana. Cásate con él y todos felices.

Ella lo miró fijamente.

—Supongamos que estoy enamorada de otro.

Arturo sonrió con indulgencia.

—No puedo suponerlo. Eres demasiado práctica para eso. Y demasiado acostumbrada a una vida cómoda como para renunciar a ella por amor verdadero.

—Gracias por la fe —ironizó.

—Es realismo jurídico —replicó—. Entonces…

—Entonces tendré que pensarlo.

—El notario vendrá esta tarde —dijo poniéndose en pie—. En Barcelona, el de Celso hará lo mismo con él. Mañana ambos conoceréis oficialmente las condiciones.

Ana lo acompañó hasta la puerta.

—Y si decido conocerlo… ¿cómo sería?

—Eso te lo explicará el notario —respondió—. Solo te pido que seas sensata.

Ella asintió, resignada.

—Te prometo que lo intentaré.

Cuando cerró la puerta, Ana se apoyó en ella y suspiró. Un matrimonio concertado. En pleno siglo XXI. Fantástico.

Ana María Artime era delgada, esbelta, con una melena rubia oscura que siempre parecía recién peinada aunque llevara horas dando vueltas por casa. Tenía los ojos castaños, expresivos, de esos que miraban a la gente como si supieran algo que los demás aún no habían descubierto: entre burlones y peligrosamente dulces. Apenas había cumplido los veinte y, en ese momento, no conseguía estarse quieta.

—Para ya, Ana —protestó Laura desde el sofá—. Me estás mareando.

—Es que estoy furiosa —replicó ella, caminando de un lado a otro del salón con vistas al mar—. Furiosa nivel incendio forestal en agosto.

—Respira —le aconsejó Laura—. No ganas nada poniéndote así.

Laura no era solo su amiga. Era su compañera de vida, su confidente, su secretaria improvisada y, en la práctica, su familia. Se conocían desde el colegio privado al que ambas habían ido de pequeñas. Durante años, Laura había creído pertenecer a una familia rica… hasta que murieron sus padres y descubrió que todo era fachada, deudas y apariencias. Ana no dudó entonces: la acogió en su casa de la costa, la ayudó a recomponerse y, desde entonces, vivían juntas como si fueran hermanas. Ninguna de las dos se había arrepentido jamás.

—¿Cuándo llega ese hombre? —gruñó Ana—. Siento que estoy esperando un ultimátum, no a un prometido.

—¿Y te vas a casar? —preguntó Laura, curiosa.

—¡Yo qué sé! —estalló Ana—. ¡Si ni siquiera lo conozco!

En ese preciso instante, la empleada de la casa apareció discretamente en la puerta.

—Señorita Ana, el notario ya ha llegado.

—Genial —bufó Ana—. El momento de la verdad.

Se giró hacia Laura.

—Hasta luego. Reza por mí, enciende velas o invoca al universo, lo que prefieras.

Laura le lanzó un beso al aire.

—Intenta no morderlo.

Ana forzó una sonrisa cuando recibió al notario. Él le estrechó la mano con educación impecable y se sentó con gesto solemne, como si fuera a dictar sentencia.

—Tome asiento, por favor.

—Gracias.

—Aquí estará más cómodo —indicó Ana, señalando la mesa—. Puede dejar la cartera ahí.

—Muy amable.

El hombre se sentó, abrió la cartera y sacó varios documentos cuidadosamente ordenados.

—Supongo que ya sabrá a qué se debe mi visita.

—Me lo imagino —respondió ella, cruzando las piernas.

—Ha alcanzado usted la edad que su padre consideraba adecuada para… cambiar de estado civil.

Ana alzó una ceja.

—¿No le parece un poco pronto? Veinte años no es exactamente una edad madura para casarse.




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