Un Contrato Muy Travieso

Capítulo 2

Celso Norlega paseaba de un lado a otro por su despacho con pasos rápidos, las manos entrelazadas detrás de la espalda y el ceño fruncido de tal manera que sus ojos parecían un solo trazo oscuro.

Frente a él, su abogado, Casimiro Antúnez, guardaba un silencio casi religioso. Más allá, apoyado en el marco de la ventana y con un cigarro colgando de los labios, su secretario Nazario escuchaba con paciencia estoica.

—Te digo que no —explotó Celso de repente—. ¡Al diablo con ese cuento de viejos! ¿Qué te crees, Casimiro? ¿Que soy una damisela del siglo XVIII?

—Tú eres sensato, Celso —intentó tranquilizarlo Casimiro—. Y muy apegado a tu riqueza. No creo que estés dispuesto a perderla.

—Por mil demonios que no —gruñó Celso.

—Pues… tendrás que casarte.

Celso dio un salto y agitó los brazos como un molino fuera de control.

—¿Casarme yo con esa… tonta? ¡No, Casimiro, no estoy loco!

—Tranquilo, tranquilo —respondió Casimiro, con calma zen—. Hay que manejar esto con cuidado.

—¡Ni se te ocurra traerme esos papeles otra vez! —rugió Celso—. Los odio. Además, Nazario y yo tenemos planes: dentro de diez días nos vamos a la Costa Azul. Y el yate está listo.

—Bueno… —dijo Casimiro con su calma inquebrantable—. Lo del yate está perfecto, pero no para la Costa Azul. Será para el puerto donde vive tu futura esposa.

—¡Que la confunda un rayo! —exclamó Celso.

—Todo lo que quieras —dijo Casimiro—. Pero esta tarde vendrá el notario y tendrás que obedecer, a menos que quieras perder tu parte de la compañía.

—¡Eso es una locura! —gritó Celso—. ¡Toda mi fortuna!

—Sí, pero para mantenerla tendrás que casarte con Ana María Artime.

—¡No! —se desplomó sobre la butaca, extendiendo brazos y piernas como si acabara de recibir un balde de agua fría—. ¡Sin dinero! ¡Dios mío! ¡Sin dinero, soy un memo total!

—Bueno, para ser justo —dijo Casimiro—, tu padre se aseguró de que esto no fuera injusto: boda con Ana o nada.

—¡No quiero! —rugió Celso, golpeando la butaca con el puño.

—Señor… —intervino Nazario, con calma—. Quizá no sea para tanto. La señorita Ana podría ser… agradable.

—¡Cállate, narices! —bramó Celso, aunque una sonrisa torcida asomó en sus labios—. Tú siempre tan tranquilo… casi como un hermano gemelo.

—Señor… —Nazario insistió.

—Te digo que te calles.

—Sí, señor —dijo Nazario, sin inmutarse—. Pero… quizá sea una joven encantadora.

—No me interesa —respondió Celso—. No quiero casarme. No quiero responsabilidades ni familia. Me enamoro de una mujer distinta cada semana, y eso me divierte.

—Algún día tendrás que cambiar de opinión —dijo Casimiro, serio.

—Cuando lo haga, no será por una orden de mi difunto padre —contestó Celso con firmeza.

Casimiro se levantó, guardando los papeles con cuidado.

—Bien —dijo—. Solo vengo a transmitir la orden. Esta tarde vendrá el notario, y tendrás que decidir. Si no te casas… —hizo un gesto elocuente—. Adiós a tu fortuna. No podrás tocar ni un euro, ni firmar ningún compromiso.

—¿Quieres decir que… tendré que casarme sí o sí? —la barbilla le temblaba mientras contenía la rabia.

—Eso he querido decir —respondió Casimiro con tranquilidad.

—¡Oh, oh! —exclamó, y volvió a hundirse dramáticamente en la butaca, piernas estiradas sobre la mesa de centro, cabeza apoyada en el respaldo y un pitillo entre los labios.

Era alto, delgado, moreno, con unos ojos grises que combinaban brusquedad y calidez. Las chicas lo encontraban irresistible, y él lo aprovechaba: cada semana tenía una nueva conquista.

—Nazario, no puedo hacerlo —se lamentó Celso, paseando por el despacho—. ¿Lo entiendes? Yo… amo a todas las mujeres por igual. Limitarme a una es como intentar domar a un león y enseñarle piruetas de circo.

—No tendrá más remedio —dijo Nazario, impasible.

—Te digo que no podré.

—Señor…

—No me digas nada, narices.

—Nada digo —respondió Nazario con una sonrisa contenida.

—¡Cállate, narices! No me hagas perder la paciencia.

—Me callo, señor.

—¡Que te calles! —gritó Celso, exasperado.

Nazario apretó los labios, conteniendo la risa. Conocía bien a Celso, sabía que estaba dispuesto a todo menos a perder su fortuna. Tras este furor, movería la cabeza, se burlaría de sí mismo y terminaría burlándose de Ana María Artime.

—Nazario… —murmuró.

—Diga, señor.

En ese momento un criado anunció la llegada del notario. Celso saltó de inmediato.

—Ese endemoniado aguafiestas… Llévalo a mi despacho.

—Sí, señor.

Cuando se cerró la puerta tras el criado, Celso resopló:

—Nazario, estoy que rabio.

—Me lo imagino, señor.

—Es desesperante.

—Sí, señor.

—¿No sabes decir otra cosa, narices?

—Sé decir muchas… y he pensado algo —respondió Nazario con calma.

—¿Sí?

—Ve a ver al notario y vuelve. Luego hablamos.

—De acuerdo —dijo Celso, sonriendo irónicamente—. Tus ideas siempre me salvan el pellejo. Espero que esta vez, como muchas otras, me saques del apuro.

—Haré lo que pueda, señor.

El notario entró. Un hombre mayor, rostro serio, expresión imperturbable. Saludó con un apretón de manos y una sonrisa formal.

—Tome asiento —dijo.

—Creo —empezó él— que no hace falta hablar mucho. Mi secretario le puso al corriente. Además, tras la muerte de su padre tuve la oportunidad de leer el testamento y dejarle todo claro. La última voluntad debe cumplirse. Esta mañana recibí carta de mi colega: la señorita Ana María Artime está dispuesta a recibirlo y tratar el asunto.

—Espere, espere —interrumpió Celso—. Vamos con calma.

—Usted diga.

—¿Dónde y cómo puedo conocer a esa… joven?

—La señorita Ana lo recibirá en su casa —respondió el notario—. Vive en una ciudad del norte, preciosa y veraniega. Un lugar encantador para pasar el verano.

—¿Pero no como la Costa Azul? —preguntó Celso, un tanto decepcionado.




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