Un día a la vez

Capítulo II

Luego de la declaración de Valentina, un silencio casi sepulcral invadió el recinto. Se podían sentir las miradas expectantes sobre la recién llegada.

El rostro de Ana se contrajo en una mueca de incredulidad, seguida por una furia apenas contenida. La calma gélida con la que Valentina lo había dicho la desconcertó aún más. La mano se le crispó alrededor de su ramo de flores blancas, como si fueran la única cosa que la anclaba en la realidad, en la otra sostenía la caja dorada que acaba de tomar.

En ese momento, Kevin llegó hasta ellas, habiendo escuchado lo suficiente como para entender lo que estaba pasando. La palidez en su rostro había dado paso a una mezcla de pánico y desesperación.

—Valentina, no… —comenzó, pero ella lo interrumpió sin siquiera mirarlo.

—Tranquilo, Kevin —respondió ella con la misma serenidad cortante—, no vengo a arruinar nada. Solo quería asegurarme de que Ana conociera la verdad, antes de que ambos se unan en matrimonio.

Ana dirigió una mirada furiosa a Kevin, que se encontraba ahora atrapado entre las dos mujeres. Los murmullos se intensificaron a su alrededor, y Valentina se deleitó con el caos que había sembrado.

—Bueno, no quiero interrumpir más. Les deseo lo mejor en su… unión —Valentina hizo una pausa antes de la última palabra, dejándola caer como un susurro venenoso.

Sin decir más, se dio la vuelta con la misma calma con la que había llegado, dejando a Kevin y a Ana enfrentarse al desastre que había desencadenado. A medida que se alejaba, sintió un alivio que no esperaba; el peso de la traición ya no la aplastaba. Había hecho lo que tenía que hacer, y ahora, era libre.

Salió de la iglesia, ignorando las miradas y los murmullos, y respiró hondo. El cielo estaba despejado, de un azul tan puro como el que la había recibido aquella mañana en la calle empedrada. Solo que esta vez, Valentina no buscaba paz en las antiguas calles. Había encontrado algo más valioso: su propio poder.

Kevin la observó salir de la iglesia, el corazón latiéndole con fuerza y los ojos llenos de lágrimas que apenas podía contener. Sabía que estaba perdiendo al amor de su vida y, en un impulso desesperado, dio un paso hacia la puerta, decidido a seguirla. Sin embargo, Ana se interpuso en su camino, su rostro estaba marcado por una mezcla de furia y humillación.

—¡No te atrevas! —exclamó Ana con voz temblorosa, levantando la mano para golpearlo. La ira se reflejaba en sus ojos, brillando con una intensidad que Kevin jamás había visto en ella.

Él reaccionó rápido, deteniendo su mano en el aire. La sujetó con firmeza, sus dedos rodeando la muñeca de ella, y la miró con dureza.

—No te amo, Ana —exclamó, su voz llena de una furia contenida que había sido reprimida por demasiado tiempo—. Lo sabes. Si acepté esta unión fue por la fusión de las empresas y por la presión de mis padres, pero no estoy dispuesto a perderla. Renuncio a ti.

Las palabras de Kevin cayeron como un golpe, y Ana lo miró con incredulidad. La humillación se transformó en una furia ciega. Se plantó delante de él, sus ojos llenos de odio.

—A mí no me dejas plantada —espetó con veneno en la voz—. Juro que te destruiré a ti y a tu familia, lo juro como que me llamo Ana Díaz. Haré de tu vida un infierno.

La miró con desprecio, su expresión endureció aún más. No dijo nada, pero el odio en sus ojos hablaba por él. Ella, sin embargo, no estaba dispuesta a ceder. Con un movimiento brusco, alzó la caja dorada que había estado sosteniendo todo el tiempo, sus manos temblando de rabia.

—Veamos qué nos regala tu gran amor —gritó con su voz gélida, y abrió la caja con un gesto violento, la volteó.

De la caja dorada cayeron al suelo un sinnúmero de fotografías de Kevin y Valentina, imágenes que capturaban momentos de felicidad y amor entre ellos. Las fotos estaban fechadas y acompañadas de hermosas dedicatorias, pequeñas notas escritas a mano que atestiguaban la profundidad de su relación. Pero lo que más llamó la atención de todos fue el pequeño y hermoso anillo de compromiso que rodó hasta los pies de Kevin, un símbolo de una promesa que él aún no había cumplido.

Él se apresuró a recoger el anillo, su corazón latiendo con desesperación. Levantó la vista hacia la mujer que tenía frente a sí y con los ojos llenos de odio, y sin decir una palabra más, se giró y salió a paso apresurado hacia la calle, con la esperanza de alcanzar a Valentina antes de que fuera demasiado tarde.

Ana quedó allí, plantada en medio del recinto, con las miradas de todos los presentes clavadas en ella. Los murmullos se intensificaron, pero ella no escuchaba nada. La furia la consumía, su respiración era agitada y, en un arrebato de rabia, comenzó a rasgar su vestido con las manos, desgarrando la tela mientras gritaba en silencio. No le importaba nada, solo el deseo de vengarse ardía en su pecho.

El vestido roto y su figura deshecha contrastaban con la frialdad de la iglesia, mientras ella se quedaba sola, hundida en su propia ira y humillación, bajo la mirada atónita de todos los presentes.

La iglesia, que momentos antes había sido un lugar de solemnidad, ahora estaba envuelta en un silencio pesado y cargado de tensión. Los bancos de madera oscura parecían más fríos bajo la luz de las velas, que parpadeaban inquietas, como si también sintieran el peso del caos que acababa de desatarse. El aire, cargado de murmullos apenas contenidos, se hacía cada vez más denso.




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