Cuando Valentina llegó a la imponente mansión de su familia, sus padres, Valentín Torres y Maida Iturralde, ya la esperaban en la puerta principal. El auto negro de lujo se detuvo suavemente frente a la entrada y, en cuanto bajó del coche, fue recibida con los brazos abiertos.
—Hija, al fin en casa —dijo Maida con una sonrisa cálida, rodeándola en un abrazo fuerte.
Valentín, de pie a un lado, observaba con una mezcla de orgullo y alivio. Cuando su esposa se apartó un poco, él se acercó y, sin decir una palabra, le acarició el rostro con una ternura que pocas veces mostraba.
—Nos tenías preocupados —añadió él, con su voz grave, pero suavizada por el amor de padre.
—Estoy bien, papá, solo necesito tiempo y, sobre todo, distancia de él —respondió ella, sin poder evitar que una pequeña sombra de tristeza que cruzó por su mirada al recordar la traición de su novio.
—Eso es lo que importa —dijo Maida, tomando su mano y guiándola hacia el interior—. Ven, te preparamos algo de cenar.
Valentina entró en la casa sintiendo la calidez de su hogar envolviéndola, lo que le causó alivio después de lo sucedido. Tras compartir una agradable comida con sus padres, hablando de cosas cotidianas, su madre la convenció de que subiera a descansar.
—Mañana será otro día, hija, necesitas recuperar fuerzas —le dijo Maida, dándole un beso en la frente.
Antes de que Valentina pudiera subir las escaleras, su padre la detuvo suavemente tomándola del brazo.
—Valentina, quería preguntarte… ¿Estás lista para empezar en la empresa? —le preguntó Valentín, observándola con seriedad.
Valentina lo miró por un instante, sabiendo que ese era un paso importante en su vida.
—Recuerda que no quiero que nadie sepa que soy tu hija —respondió, reafirmando la decisión que había tomado.
—Lo sé —dijo él, con una leve sonrisa—. Serás la asistente personal del CEO. Nadie sabrá que eres hija de los dueños, ni siquiera él.
Agradecida por el apoyo de su padre, Valentina se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias, papá. Confío en ti.
Él asintió, satisfecho, y la dejó subir a su habitación.
Cuando entró en su cuarto, se detuvo un momento frente a la puerta, mirando todo con una mezcla de nostalgia y alivio. Se sentía en casa. Finalmente, dejó caer su bolso en una silla cercana y se tiró en la cama, exhalando profundamente. Apenas había cerrado los ojos cuando escuchó un suave golpeteo en la puerta.
—¿Puedo pasar, querida? —era la voz de su abuela, Amalia.
—Claro, abuela, pasa —respondió incorporándose un poco.
Amalia, con su andar tranquilo, entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama, observando a su nieta con esos ojos sabios que parecían verlo todo.
—¿Cómo estuvo el vuelo? —preguntó con interés, acariciando la mano de su nieta.
—Con algo de turbulencias —respondió Valentina, sonriendo al recordar la ligera incomodidad que había sentido.
—¿Te asustaste? —inquirió la anciana, entrecerrando los ojos.
—Solo un poco —admitió Valentina, encogiéndose de hombros.
Pero la abuela Amalia, siempre perceptiva, notó un brillo especial en los ojos de su nieta. La picardía no tardó en asomar en su rostro.
—Mmm… —murmuró con una sonrisa—. Algo más pasó en ese avión, ¿verdad? No me engañas, jovencita. ¿Quién es él?
La nieta estalló en carcajadas, tapándose el rostro con las manos.
—¡Abuela! —protestó entre risas—. No es lo que piensas. Ni siquiera sé su nombre.
—¡Vamos, vamos! Cuéntame —insistió la anciana, dándole un ligero toque en la pierna.
Ambas estallaron en risas, una complicidad dulce y sincera llenando el cuarto. Para Valentina, esos momentos con su abuela eran invaluables, y aunque no dijo más, sabía que Amalia había notado algo especial en su corazón.
Cuando las risas se apagaron, la abuela la miró con ternura y le acarició el cabello.
—Sea lo que sea, siempre estaré aquí para ti, querida. Recuerda eso.
Le sonrió, sintiéndose profundamente agradecida por tener a su familia cerca. Su rostro se iluminó al recordar la tarjeta y la promesa de llamar. La buscó en su cartera cuando estuvo sola, y luego de observarla un rato, la volvió a guardar.
(***).
Bruno llegó a su departamento de lujo en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Al abrir la puerta, sintió el aroma familiar de su hogar, pero lo que realmente le llenó el corazón fue la pequeña figura que corrió hacia él con los brazos abiertos.
—¡Papá! —exclamó Katia, su hija de cuatro años, con una sonrisa brillante que iluminaba su carita.
Bruno se agachó rápidamente y la levantó en brazos, sintiendo el calor y la dulzura de su pequeña. Katia era su mayor tesoro, una niña hermosa, de grandes ojos curiosos y cabellos oscuros como los suyos. Era feliz y muy mimada, algo que él mismo se había encargado de asegurar desde que su madre falleció al darla a luz. Había dedicado su vida a criarla con todo el amor que podía darle.