Bruno estaba completamente concentrado en la gran pantalla que dominaba la pared frente a él, de espaldas a su escritorio y a la puerta de su oficina. En la pantalla se proyectaban gráficos detallados de las finanzas y el rendimiento de la empresa. Desde hacía dos meses, el crecimiento de ElectroWorld, el consorcio de electrodomésticos que había elevado a nuevas alturas durante su gestión de tres años, se había detenido. Las ganancias, que hasta entonces habían crecido diez veces desde su llegada, ahora mostraban una preocupante estabilidad, una línea plana en las cifras que le quitaba el sueño. Había llegado a la ciudad hacía cuatro años, dispuesto a empezar de nuevo con su hija pequeña, invirtiendo lo que tenía en el diez por ciento de ElectroWorld. A base de trabajo incansable, había ganado la confianza del dueño, Valentín Torres, hasta convertirse en su mano derecha. Pero ahora, con Valentín enfermo y su hija estudiando en el extranjero, Bruno se encontraba al mando, enfrentando su primer gran desafío.
De repente, el sonido abrupto de la puerta abriéndose con fuerza lo sacó de sus pensamientos, aunque no se movió. Su asistente recién llegada irrumpió en la oficina como un tornado.
Valentina avanzó sin vacilar, sus tacones resonando contra el suelo de madera mientras se acercaba a la pantalla. Se quedó de pie a unos pasos detrás de Bruno, observando las gráficas. Por un momento, ambos permanecieron en silencio. Luego, con una voz fría pero firme, rompió el silencio.
—No me sorprende que la empresa se haya estancado —dijo, sus palabras impregnadas de una furia contenida—. Se comporta justo como la persona que la dirige: aferrada a comportamientos mediocres y plagados de estereotipos.
Bruno, que seguía de espaldas, sonrió apenas, aunque mantuvo su mirada fija en los gráficos. Reconoció esa voz. Era la mujer del avión. Aquella desconocida que, con solo unas pocas palabras y una mirada intensa, lo había dejado intrigado. Se había enamorado a primera vista, aunque entonces no lo admitió. Ahora, escuchándola tan cerca, se le hacía casi imposible ignorarla, pero decidió jugar su carta con frialdad. La escucharía… y la provocaría.
—Vine aquí para ser su asistente —continuó ella, su tono elevándose—, no para que me trate como una niñera. Si quiere una, contrátela. Pero no permitiré que abuse de su jerarquía y me trate como un trapo. Su hija es preciosa, pero no es mi responsabilidad.
Bruno permaneció inmóvil, con las manos cruzadas detrás de su espalda mientras la escuchaba. Notaba la molestia en su voz, la indignación. Había subestimado a Valentina, y en ese momento no pudo evitar sentirse fascinado por su audacia. Sabía que no podía seguir ignorándola por mucho más tiempo, pero quería ver hasta dónde llegaría.
—Vine a trabajar, y eso es lo que haré. Si los demás empleados le permiten ese trato déspota, conmigo se ha equivocado. Aun estando en esa silla de presidente, nunca podrá sacarme de esta empresa.
Bruno cerró los ojos un instante. La decisión y la fuerza con la que hablaba solo aumentaban el deseo de provocarla más. Giró lentamente sobre sus talones, finalmente dándole la cara. Al hacerlo, sus miradas se encontraron. Los ojos de Valentina ardían de determinación, mientras los de Bruno mostraban una mezcla de curiosidad y admiración contenida.
Valentina lo reconoció inmediatamente desde que se giró; era el hombre del vuelo, pero decidió ignorarlo y hacer como si no lo conociera. Sabía que sería más prudente no revelar nada sobre su identidad, al menos por ahora. Bruno, dispuesto a desafiarla, la miró con un brillo provocador en los ojos.
—¿Ha terminado? —preguntó con un tono calmado, casi condescendiente, mientras cruzaba los brazos sobre su pecho.
—Por ahora —respondió Valentina, levantando el mentón, firme en su postura.
Dio unos pasos hacia ella, dejando que el silencio pesara entre ambos por unos segundos antes de continuar.
—Tiene agallas, eso lo admito —dijo con una leve sonrisa en los labios—. Pero me temo que no me conoce lo suficiente para hacer esas acusaciones. Si quiere mantener su puesto como asistente, más le vale adaptarse rápido. No soy tan fácil de impresionar.
Valentina no retrocedió ni un centímetro. Lo miró con desafío.
—No estoy aquí para impresionarlo —contestó con dureza—. Estoy aquí para hacer mi trabajo. Y si eso implica enfrentarlo, lo haré. Porque le digo desde ya: no me asustan ni sus gráficos ni su poder.
Bruno la observó en silencio un momento, evaluando cada palabra. Su mente regresó brevemente al encuentro en el avión. Ella le debía una invitación a cenar. Sonrió para sí mismo, con una mezcla de diversión y reconocimiento. No podía dejar de sentir la misma atracción que lo había cautivado entonces. Tal vez la había subestimado, pero una cosa era cierta: no sería alguien fácil de ignorar.
—Así que se equivocó conmigo desde el principio —continuó Valentina, sus ojos brillando de desafío—. No soy una niñera, y mucho menos alguien a quien pueda menospreciar. Y, se lo aseguro, no estoy aquí solo para quedarme. Estoy aquí para cambiar las cosas.
Bruno no dijo nada de inmediato. En lugar de responder con palabras, optó por mantener su mirada fija en ella, sin dar señales de ceder terreno. Por dentro, sabía que la guerra entre ambos apenas comenzaba. Pero lo que no esperaba, quizás, era lo mucho que estaba dispuesto a disfrutar de esa confrontación.