Bruno estaba plantado frente a Valentina con una media sonrisa en los labios, observándola con una intensidad que la hizo retroceder hasta verse atrapada entre el gran buró de madera y la imponente figura del hombre que tenía enfrente. Su presencia la envolvía como una sombra que avanzaba lenta pero inexorablemente. Él se acercaba despacio, con pasos calculados, mientras sus ojos oscuros no se apartaban de los suyos. Valentina sintió cómo el espacio entre ambos se reducía, y su respiración se aceleraba ante la proximidad.
De repente, imágenes del viaje en avión inundaron su mente. Recordó cómo él había sido su acompañante en el asiento de al lado, y cómo, durante la turbulencia que la había aterrorizado, había buscado protección en sus brazos. La sensación de seguridad que había sentido en aquel momento fue tan intensa como inesperada, y también recordó con claridad cómo, presa del pánico, lo había lastimado con sus uñas sin darse cuenta. Esa evocación la hizo ruborizarse, y con un atisbo de vergüenza, bajó la mirada antes de atreverse a preguntar:
—¿Cómo están sus heridas?
Bruno no respondió de inmediato. En lugar de hablar, alzó lentamente las manos hacia los botones de su camisa. Despacio, comenzó a desabotonarla, uno por uno, hasta que su torso quedó a la vista, expuesto ante ella. Valentina lo observaba, sorprendida por la confianza con la que él se comportaba, como si quisiera que lo tocara, que confirmara con sus propias manos que seguía ahí, que no había sido un simple recuerdo pasajero.
Ella levantó sus dedos temblorosos y, sin saber muy bien por qué lo hacía, los dejó deslizarse sobre su piel. El contacto la estremeció. Pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo y la firmeza de su pecho bajo la palma de su mano. Bruno no se movió; la dejó hacer, disfrutando de las sensaciones que le provocaba el simple roce de sus dedos. No podía ignorarlo. Cada caricia que ella le daba lo hacía respirar un poco más profundo, lo hacía desear acortar la distancia que aún quedaba entre ellos.
Valentina finalmente encontró las marcas que había dejado con sus uñas. Aún se podían ver claramente, y una pequeña curita permanecía pegada sobre una de las heridas. No pudo evitar sonreír al ver el diseño infantil con princesas de Disney. El contraste entre el cuerpo musculoso y la pequeña curita rosada la hizo reír suavemente, y por un instante, la tensión entre ambos pareció aflojarse.
—Todavía tiene la curita —dijo en un susurro, levantando la mirada hacia él.
Bruno dio un paso más hacia ella, cerrando aún más el espacio entre sus cuerpos, hasta que casi no quedaba aire entre ellos. Su proximidad hacía que ella sintiera su respiración en el rostro, un aliento cálido que la envolvía por completo.
—Entonces sí me reconoció —murmuró él, sus palabras suaves pero cargadas de insinuación.
Ella sintió el calor subirle por el cuello hasta las mejillas. Evitó su mirada por un segundo, pero luego levantó la cabeza con determinación.
—Cuando se volteó —admitió—, también es el mismo que chocó conmigo en el aeropuerto.
Bruno negó con la cabeza, sus ojos brillando con una mezcla de diversión y deseo. Dio otro paso, apenas un susurro de movimiento, pero suficiente para que sus cuerpos casi se rozaran. La cercanía era abrumadora, y su presencia la envolvía de una forma que la hacía sentir atrapada y excitada al mismo tiempo.
—Y también soy —le susurró al oído, su voz profunda y baja, resonando como un eco en el silencio de la oficina— el que la protegió durante la turbulencia… y al que le debes una cena.
Valentina sintió un escalofrío recorrerle la espalda al escuchar esas palabras tan cerca de su oído. Su corazón latía con fuerza, y por un instante, todo lo que había planeado decirle, todas las palabras de desafío que había querido usar para mantener su terreno, desaparecieron en el aire. Su mente estaba dividida entre el recuerdo de ese momento en el avión y la realidad de lo que estaba sucediendo en ese instante, ahí, en esa oficina. No era solo un enfrentamiento de voluntades; era algo más, algo que ninguno de los dos parecía capaz de controlar.
Ella pasó su mano por las heridas de Bruno, sintiendo cómo su piel la absorbía, captando cada textura, cada contorno. La cercanía del calor de su cuerpo y el roce de su respiración contra su piel la hicieron temblar. Un gemido involuntario se escapó de sus labios, un sonido que, aunque casi inaudible, fue suficiente para provocar una reacción en Bruno.
Él, sintiendo el gemido tan cerca, no pudo evitarlo. Su deseo por aquella mujer desconocida aumentó exponencialmente. La quería para él; era la mujer que siempre había estado esperando. El pensamiento de que ahora sería su asistente, que la tendría cerca de sí cada día, lo hizo tragar grueso, y su nuez de Adán se deslizó visiblemente. Valentina, perdida en las sensaciones que el contacto con esa piel le provocaba, intentó recuperar el control. Pero el gemido, el calor y la proximidad estaban más allá de su capacidad de controlarse.
La piel de Bruno era como un imán, y cada contacto parecía intensificar el deseo que sentía por ella. Valentina, atrapada en esa maraña de sensaciones, no podía apartar su mano. Necesitaba tocarlo más, explorar cada rincón de ese cuerpo que parecía responder a su presencia. Ella estaba magnetizada por lo que él le hacía sentir, y él, a su vez, estaba cautivado por la forma en que ella lo tocaba, como si fuera la única persona capaz de despertar ese deseo en él.