Un hijo para el doctor [#3]

Suna

—Nada—murmuro al estar de pie, tragando con fuerza.

—No me mientas—habla, dándole la espalda al continuar con el trabajo.

Busco las bolsas donde tengo la leche, colocando algunas en el termo para que no pierdan el estado en el que están.

—Suna—me muevo al otro lado, ignorándolo.

Aleix mueve las piernas en la cama al tener baja la cabeza.

—Mujer—intento apartarme de su presencia en lo que doy un salto, al cabo que me tiene acorralada.

Eleva el mentón al girar mi rostro, concentrado en la palma pegada a mi mejilla.

—¿Él hizo eso?—Indaga, solo para ambos al apartar sus dedos de mí.

—Yo me encargo—hablo, al tener su mano rodeando mi brazo—. No te metas, ¿sí? Es mi hijo.

—También es el mío—expone, firme.

Lo observo al bajar los humos, sacudiendo la cabeza.

—Lo siento—cierro los ojos—, no es con mala intención—emito, pegada a la pared—. A veces no sé... no sé—paso el llanto hasta el fondo al mirar a otro lado.

—Sé que no te sientes bien, pero pareciera que sueltas esas palabras para lastimarme—endurezco el gesto al ver el suelo—. Yo no tomé la decisión de alejarlo de mí.

—Pero estabas conmigo mientras pensabas en otra mujer—farfullo.

—Ese fue tu riesgo, Suna—reprende, dando un paso hacia mí—. Tú sabías que me gustaba Emily.

—Te enamoraste de ella—farfullo, ante el nudo en la garganta.

—Y después de lo de Sandro, hice todo lo posible por sacarla de mi cabeza—inspiro al dejar el aire retenido—. Tú querías estar conmigo y yo tuve una oportunidad contigo; una que tú me ofreciste—elevo el mentón, evitando el jadeo al ocultar el temblor en mis labios—. Deja de culparme por tus decisiones, deja de echarme todos tus errores en la cara—zanja, a pesar de que no quiere afectarme con las palabras.

Lo único que busca es ser real, no que lo vea como un criminal por no haber cometido ningún delito.

—A veces—inhalo—, no puedo con él—asiente, dándome espacio al subir y bajar el pecho de forma frenética.

Camino al baño, pegada a la puerta en lo que veo arriba, cayendo al suelo al soltar las lágrimas.

Inhalo y exhalo de forma audible, apretando los brazos alrededor de mis piernas en lo que intento limpiarme rápido.

Me canso, sin querer que me atienda en cuanto toca unos segundos, pasando el líquido de inmediato.

—¿Suna?—Los sollozos se me escapan, hundiendo la cabeza entre mis piernas, desbordada—. Estaremos en el auto—asiento, recostada de mí al ver la pared, empañada.

Empapo las prendas, sumida en los minutos de extrema soledad al estar rendida.

Tengo sueño, necesito ir a la cama y quedarme ahí, sin pensar en lo que debo hacer, ordenar o preparar para hoy e incluso, mañana.

Quisiera apagar la voz en mi cabeza que me culpa por no estar cerca, por hacerlo de la peor manera y por expresar lo que siento al estar en el baño.  

No tengo idea de hace cuánto no me libero de este modo.

No pude llorar las muertes de muchos aquí, desde Lourdes, Fernando y Floripondia, hasta otros que llegaron más temprano y se fueron sin pensarlo.

Hemos tenido que pasar por tanto.

Nunca me he sentido suficiente con algo, ni siquiera con la maternidad.

Debo ser lo peor que existe para mi hijo, al punto que me ha tenido que golpear.

Porque eso no fue parte de renegar por sus sentimientos.

Pienso que es más, algo de ira por no darle lo que desde pequeño mereció.

Quizás me odia, no soy la persona de la que está orgullosa, ni tiene lo que quiere y ve de los demás.

No he podido dárselo.

Muchos solo me pagan propinas por el cuidado, lo que recibo de Emily y Sandro, junto a lo de Altair, me sirve para planificar las compras y lo que necesitamos.

No exijo mucho y tampoco he logrado encontrar trabajo.

Lleno el pecho al pegar la cabeza de la madera, movida en lo que abre sin verlo venir.

—¿Hay espacio para otro?—Lo observo, desganada, echado en el suelo en lo que se queda a mi lado—. Está con el veterano, abajo—responde a la pregunta que no he soltado—. Se preocupa por ponerle las piernas con sus manos.

—Uhm—sopeso, agotada, atenta a la bañera—. No tengo fuerzas—mumuro—. Solo quiero dormir todo lo que no lo he hecho, Alex—libero.

—Eres la única que dice mi nombre bien—giro a verlo—. Todos me dicen Alexander, pero es Alexandrei—pregona.

—No es nada del otro mundo, es otro nombre que aprendí a pronunciar—declaro, estirando las piernas en el suelo—. Si quieres, pasa las horas con él y luego me lo traes a la noche.

—No—frunzo el ceño—. No voy a negociar contigo, quiero que vengas con nosotros.

—¿Para qué o a qué?—pregunto y no responde. 

Sacudo la cabeza, contenida. 




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