Un Hijo Para El Duque (#2 Duologia La Sombra del Trono)

Capítulo 18

Felipe Delacroix

Entro al despacho de Bastián con la intención de robarle un poco de su tiempo. Está hundido en su trono de cuero, revisando papeles como si el destino del mundo dependiera de ellos. De vez en cuando firma uno con el trazo firme de un rey que no perdona errores, pero al verme en la puerta, levanta la vista y me suelta el tipo de bienvenida que solo él podría ofrecer.

—¿Por qué sigues aquí, Felipe? Dijiste que me ayudarías con lo de la niñera y ha pasado una semana entera desde que volviste de tu maldito volcán.

Ah, el cálido abrazo del reproche. Camino hasta la silla frente a su escritorio con una sonrisa torcida y me dejo caer con toda la pereza del mundo.

—Tranquilo, majestad. ¿Qué es una semana en la vida de un monarca ocupado? Además, no es mi culpa que la llamada que esperaba nunca llegó.

Claro, Annette nunca llamó. Y, siendo sincero, no estoy seguro de qué me molesta más: que no lo haya hecho o que haya pasado la semana entera actuando como un adolescente, revisando el teléfono cada cinco minutos.

—Hablando de niñeras... —Bastián deja el bolígrafo sobre la mesa y se reclina, cruzando los brazos como si quisiera diseccionarme con la mirada—. Contraté a alguien. Se llama Agnes.

Ese nombre me cae como un balde de agua fría. La imagen de Annette se cuela en mi mente sin permiso, seguida de recuerdos que no necesito en este momento. Es como si mi cerebro decidiera proyectar una película privada solo para mí, con escenas de cabañas, suspiros y su risa burlona.

—¿Agnes? —pregunto, esforzándome por mantener el tono ligero, aunque por dentro ya estoy revisando todos los pensamientos impuros que he acumulado sobre Annette en los últimos días. Son amigas

—Exactamente. La amiga de tu adorado tormento rubio.

El hecho de que Bastián no pare de hablar de esta mujer me intriga, pero también me resulta gracioso. Desde que murió su difunta reina, nunca tuvo tiempo ni ganas para pensar en otra mujer, y ahora resulta que está atrapado en un monólogo interminable sobre la niñera de su hija.

—¿Qué te pasa? —le pregunto, inclinándome un poco hacia adelante—. Te noto... extraño.

—Vamos a cabalgar — propone, como si fuera la solución a todos los problemas del mundo.

Y claro, acepto. ¿Por qué no? Es eso o volver a casa a lidiar con los problemas del ducado, y siendo honesto, no tengo cabeza para eso ahora mismo.

*****

En las caballerizas, elijo un tordillo de temperamento apacible, mientras Bastián opta por un blanco que parece salido de una pintura épica. Nos encillan los caballos y, sin mucho preámbulo, salimos en dirección al bosque que rodea el castillo.

El camino es tranquilo, pero su lengua no. No para de hablar de Agnes, de lo que siente, de cómo le afecta su presencia. Intento escuchar con algo de interés, pero la verdad es que estoy más ocupado burlándome de él.

—¿Tú? ¿Enamorado? —me río mientras hago que mi caballo esquive una rama baja—. Desde que murió la reina, no has mirado a nadie dos veces, y ahora resulta que una niñera te tiene perdiendo la cabeza.

—No es amor — indica con un tono defensivo que me hace arquear una ceja—. Solo... no sé qué es.

Nos detenemos junto al río, y él aprovecha para seguir preguntándome cosas.

—¿Y tú? ¿Qué pasa con Annette?

Ahí está. Su manera de devolverme la burla. Pero en lugar de responder, desvío el tema y le lanzo otra pregunta sobre Agnes. Su mirada me dice que no le he engañado, pero, por suerte, no insiste.

—Vamos a la casa de lucha — propone de repente, como si la idea acabara de cruzar su mente.

****

La casa de lucha es un espacio que mandamos a montar cuando éramos más jóvenes, con la excusa de practicar deporte, pero que en realidad usamos para liberar tensiones. Subimos al ring, y él lanza el primer golpe, que esquivo. Cada golpe que intercambiamos va acompañado de palabras, la mayoría sobre Agnes.

—Deberías decirle lo que sientes — recomiendo mientras bloqueo uno de sus intentos de hacerme caer.

—¿Y tú? ¿Vas a seguir ignorando lo que te pasa con la rubia?

Ese comentario me desarma más que su siguiente golpe, que impacta justo en mis costillas y me deja sin aire.

—¡Bastián, maldita sea! Dame tregua.

Nos sentamos en los bancos, bebiendo agua mientras él, sin que se lo pida, me da un consejo.

—Annette es hermana de uno de los hombres más ricos del país. No te metas en problemas, Felipe.

Y como si el universo decidiera hacer su entrada triunfal, mi teléfono suena. Es un mensaje de Annette: ¿Quieres comer algo, o prefieres ir por unos tragos?

Mi sonrisa se ensancha mientras leo el mensaje, siento que el mundo vuelve a girar en mi dirección.




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