Un Hijo Para El Duque (#2 Duologia La Sombra del Trono)

Capítulo 19

Annette Dubois

Camino de un lado a otro en mi cocina, balanceando el vaso de agua en la mano mientras mis pensamientos rebotan como pelota de ping-pong en mi cabeza. Ahora que Agnes se ha ido a trabajar al castillo, la casa se siente demasiado silenciosa, y tal vez por eso he cometido la peor estupidez del día… o del mes.

Le he escrito a Felipe.

Le he propuesto ir a comer. O a tomar unos tragos.

Y han pasado cuatro horas sin respuesta.

—Genial, Annette, simplemente genial —murmuro, dejando caer la cabeza hacia atrás como si estuviera implorando al cielo una explicación lógica para mi repentina falta de dignidad.

Cuatro. Malditas. Horas.

Muevo la cabeza en negación y me termino el agua de un solo trago, tratando de no pensar en lo ridículo que es esperar un mensaje de alguien como él. Hombres como Felipe no son de los que responden rápido… ni de los que responden en absoluto.

He estado averiguando en estos días y según leí el informe, nunca se le ha visto a Felipe comprometiéndose con alguien o teniendo una novia formal, eso es estupendo, pero no se porque me molesta.

Sacudo la idea de mi mente y decido concentrarme en algo más productivo. Tengo una cena pendiente con Louis. No almorzamos juntos, así que al menos cenaremos. Con un suspiro, dejo el teléfono en mi bolso, agarro las llaves del auto y salgo rumbo a la residencia Dubois.

*****

Conduzco a través de la ciudad, viendo las luces parpadear en el parabrisas como si fueran estrellas urbanas, pero cuando tomo la carretera hacia la casa de mi hermano, mi corazón se encoge. No puedo evitarlo. No importa cuánto tiempo pase, la sola mención de esa residencia me trae recuerdos de mis padres.

Sobre todo de mi padre.

Cuánto lo odié.

Cuánto lo sigo odiando.

Aprieto el volante hasta que mis nudillos se ponen blancos. Es uno de los principales motivos por los que nunca he querido tener hijos.

Cuando llego, me estaciono junto a un auto desconocido y bajo del vehículo, decidiendo dejar de lado esos pensamientos antes de que me arruinen la noche. Pero apenas doy un paso hacia la entrada, frunzo el ceño al ver a Amanda secándose unas lágrimas.

Oh, no.

—¿Qué pasa? —pregunto, acercándome a ella.

Amanda se sobresalta, como si estuviera sumida en sus pensamientos. Se apresura a negar con la cabeza, como si eso fuera suficiente para engañarme.

—Nada, nada. Una basura me entró en el ojo.

—Ajá… —Mi mirada viaja hacia la sala y entonces lo entiendo todo.

La basura en su ojo es nada más y nada menos que Vivienne, la condesa, sentada con toda su elegancia, vestida con un traje de etiqueta impoluto, su cabello recogido a la perfección y el maquillaje digno de una obra de arte.

Bien, esto explica muchas cosas.

Le doy a Amanda una mirada que dice "No me mientas, querida", pero decido no insistir. En su lugar, la tomo del brazo y la arrastro conmigo a la sala.

—Buenas noches —saludo con una sonrisa tensa, aquí como que huele a incomodidad.

Vivienne se levanta con esa gracia inhumana que tienen las mujeres de la alta sociedad y me planta dos besos en las mejillas como si fuéramos grandes amigas. Un nudo se me atora en la garganta y recuerdo como se pavoneaba del brazo de Felipe en la fiesta que ofreció.

—Annette, qué gusto verte.

No es cierto.

Pero sonreímos ambas, como si lo fuera.

Me invitan a sentarme con ellos, y aunque no quiero, termino haciéndolo. Louis, siempre el caballero perfecto, manda a Amanda a traer las bebidas. La pobre chica se pone de pie de inmediato, pero antes de irse, le lanza a mi hermano una mirada llena de tristeza, como si la estuvieran obligando a caminar sobre cristales rotos.

Y yo me repito, por enésima vez, que por este tipo de cosas es que no me enamoro.

La noche, que ya venía torcida, da un giro más desagradable justo cuando una de las criadas entra en la sala, demuestra nerviosismo, sin embargo, se ve obligada a ser profesional, y es que las pobres sufren el efecto que se llama Louis. Lo tienen las empleadas que trabajan para gente como mi hermano.

—Disculpen la interrupción — comenta, con voz temblorosa—. Hay un caballero en la puerta. Dice ser invitado de la señora Vivienne.

La mirada que le lanzo es puro escepticismo, pero no hago ningún comentario. Sin embargo, en mi mente, rezo con todas mis fuerzas para que no sea quien me imagino. Por favor, universo, dame esta pequeña victoria.

Pero entonces Vivienne, como una elegante gasela (que me irrita solo por existir), se pone de pie y, con una sonrisa impecable, le dice a Louis:

—Oh, debe ser el duque Felipe. Por favor, permítele el paso.

Y ahí está. El nombre. El maldito nombre.

Siento un sabor amargo subiendo por mi garganta, y por un momento pienso que necesito correr al baño antes de vomitar. Mi hermano, claro, concede el permiso sin siquiera pestañear, y entonces Felipe entra.




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