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Algo atareada y agotada por todo lo que ese día había significado para ella, recogió las sábanas de las habitaciones para llevarlas a lavar. Aquello era costumbre cada cierto tiempo en lo que llevaba trabajando para los condes. Tenía la suerte de que, aquel día, los demás sirvientes habían dejado temprano la estancia por órdenes del patrón y podría terminar sus obligaciones sin ningún estorbo, como lo eran las constantes críticas de la señorita Bibow, la dama de compañía de la señora.
Llevaba trabajando más de trece años en aquella casa, iniciando con tan solo once años de edad por recomendación de su madre y aprendiendo más de lo que la mayoría de las sirvientas de la alta sociedad decían saber. Sus amos habían pasado por mucho la edad de la juventud y las fiestas, pero sus tres sobrinas siempre iban a prepararse para los eventos en su casa, lo que la obligaba a mantenerse al día en lo último de la moda y estilo. La paga era miserable, pero las condiciones eran bastante aceptables. Esto, así como se lo había dicho su madre de niña, la haría alcanzar trabajos más elevados en un futuro, cuando se hiciera una buena reputación y gozara de prioridad en la toma de empleo. Solo debía ser paciente y no perder la esperanza.
Cubriéndole gran parte de la visión, bajó despacio las escaleras intentando no caer ni hacerse daño para llegar a la cocina. Allí acomodaría las sábanas para llevarlas al río, donde pasaría toda la tarde intentando dejarlas lo más blancas posible. Pero, siendo que ya estaba acostumbrada a esto, le alegraban esos instantes donde podía estar sola por horas sin que nadie tuviera cosa alguna que objetarle. La mayor parte de la gran casa estaba terminada y lista para cuando sus dueños llegaran de sus respectivas actividades: La hora del té en casa de Lady Behoob, en caso de la señora y una reunión de negocios por parte del señor Norwon. Algo frecuente en ambos casos.
Una vez que pudo llegar a la cocina, dejó las sábanas en una cesta de gran tamaño. Buscó la lejía de ceniza con la cual blanquearlas, la que debía haber hecho otra de las sirvientas, y comenzó a revolver todo en la cocina, buscando y tratando de encontrar lo que sería primordial para limpiar la ropa. Pero no pudo encontrar la mezcla por ningún lado.
Una vez que comprendió que no iba a poder hallar lo que no existe, emprendió su nueva misión de hacer ella misma la lejía. Estaba en eso, cuando alguien tocó la puerta. Le resultó algo extraño, pero como era la única que quedaba en la casa, se dirigió para recibir a las inesperadas visitas. Aunque, tenía una ligera sospecha de quién sería y rogaba para sus adentros que por favor estuviese equivocada.
Nunca se caracterizó por ser una chica afortunada, sino más bien por su dedicación y esfuerzo, que en la mayoría del tiempo no parecía dar frutos, o que eran muy pocos visibles para el resto de la gente. Al fin y al cabo, vivir en una tan movilizada ciudad como lo era Bath, donde de lo único que se hablaba era sobre la gente con una posición económica social bastante más elevada de la que Iris podría codiciar, la convertía en casi un mero insecto en el desierto. Por eso mismo fue que, al abrir la gran puerta de la mansión, estaba quien deseaba no encontrar por un largo tiempo y por quien toda la estabilidad que tenía en aquella casa pendía sobre un hilo: El joven Bruce Norwon, quien visitaba la casa esporádicamente para ver a sus padres; o en su defecto, a ella.
Como siempre había sido, le sonrió con dulzura y picardía acentuando sus hoyuelos en una mezcla que pocos mortales pueden realizar. Hizo una pequeña reverencia, la que aumentaba la incomodidad de Iris aún más, pensando en que, si alguien lo veía rebajándose ante ella de esa manera, entonces se meterían en graves problemas. O bueno, solo ella, porque de seguro sería despedida sin más y esos trece años de esfuerzo y dedicación serían tirados a la basura como si nada.
Su abrigo de color verde oliva resaltaba sus ojos pardos, los que en ese día se encontraban más claros que por lo regular y complementaban su chaleco y corbata que se avistaba de un color beige y blanco. Su cabello, largo hasta los hombros, se revolvía como pocas veces sucedía, debido a que ese día no lo había atado con una coleta como acostumbraba. Y eso, aunque Iris no lo quisiera admitir, le parecía que lo hacía más atractivo que de costumbre.
—Buenos días, señorita Quinn. Es un placer ser recibido por un rostro tan bello ni bien llegar –aduló con voz calma, manteniendo su sonrisa y logrando enmudecerla por unos instantes.
—Buen día, joven Norwon —respondió con una reverencia, la que esperaba que ocultara su sonrojes—. Y lamento informarle que en este momento los señores condes han salido y no han dejado dicho la hora en la que regresarán.
—Eso en verdad es una lástima —continuó luego de un momento en el que dedicó a admirar y detallar sus rasgos—. Si no le molesta, aun así me gustaría entrar por un momento.
—Eh, no, por favor. No me atrevería a tal cosa, esta es su casa –habló con prisa tratando de ocultar su nerviosismo, cosa que el joven Norwon no llego a notar—. Pero debo de informarle que los demás sirvientes no se encuentran en servicio, lo que puede ser inoportuno si llegara a necesitar algo.
—Descuida, aún estás tú, ¿verdad? —indicó llamando su atención, haciendo que levantara la vista por segunda vez.
Hubiera querido ser más explícita para hacerle entender que, lo malo de aquella situación, era que se encontrarían ellos dos solos, sin ninguna compañía, cosa que no era decente. Pero no tenía las palabras ni el valor para ser más clara de lo que pensaba había sido. Solo podía repetirse que era el hijo de sus amos y que no podía darse el derecho de pensar o imaginar tan siquiera por un segundo en la posibilidad de tener una relación con él. Después de todo, solo era una sirvienta. Por esa misma razón, jamás había tratado de descubrir qué clase de sentimientos sentía por el joven.