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La nueva adquisición de la servidumbre caminaba a paso apresurado entre los pasillos, como le parecía que se le haría costumbre. Para su suerte, estaba comenzando a entender mejor el lugar para guiarse. Sin embargo, eso no le quitaba el ardor en el estómago por lo que tendría que hacer. No se sentía capaz. O quizás, no se atrevía a hacer algo que iba en contra de sus principios. Pero, ¿eso realmente importa cuando estás en lo más bajo?
Por fin, un salón blanco con detalles de oro le recibió, así como le había descrito la señorita Evonny. El lugar parecía retener aun a las orquestas, bailarines y gente de sociedad que habían pasado por allí. Era mágico. Los candelabros relucían, haciendo que diferentes luces bañaran el salón, lo que invitaba a sumergirse a aquella bella atmósfera.
Allí se encontraba el piano de cola del rey. Era tan grande, tan magnífico, que supo sin ninguna duda que aquel instrumento debía ser tocado solo por manos expertas, las que dibujaran el sonido de los dioses. Para ella, era como un pequeño recinto de hadas.
Pensar en eso hacía que su pecado fuera aun más grave. No se atrevería a hacerlo ni por todo el oro del mundo. Pero, la propuesta era mucho más importante que solo un pedazo de metal: mantener su trabajo. Y sabía que no podía volver. ¿Con qué cara se enfrentaría a su madre?
Pensaba, dentro de sí, que quizás no era tan malo lo que estaba haciendo. Solo era un intermediario. A fin de cuentas, solo seguía las órdenes de su ama, la que la compensaría con su confianza. Así es que, con mucho cuidado y premura, efectuó el crimen.
Pero, siempre se ha sabido que los criminales son bastante torpes en su primer cometido, e Iris no fue la excepción. No notó que, en una de las puertas entreabiertas del lugar, un joven de gallardo aspecto le estaba observando con curiosidad e interés.
Ese mismo fin de semana, un gran evento iba a ser llevado a cabo en el palacio, contando con la asistencia de todos los grandes nobles del país. Las damas vestían sus grandes vestidos elegantes, con adornos de plumas y perlas y alhajas de precios inestimables; los caballeros, contaban con sus elegantes trajes hechos a la medida y broches de oro, plata y piedras preciosas; mientras que los niños habían sido llevados a otro salón especial para que pudieran convivir.
Las charlas eran medianamente amenas, siendo las risas y las voces estruendosas lo que llenaba el lugar. No faltaban los cuchicheos de las señoras entradas en edad, o de las damas de compañía de las señoritas, las que observaban a todos los jóvenes con cara de pocos amigos. También, los comentarios sobre la ausencia del rey a su propio evento daban un motivo del qué hablar. Todos se preguntaban qué es lo que había ocurrido con su preciado monarca.
El banquete se alargó, como era lo usual, haciendo que Iris y Evonny se sintieran nerviosas y presionadas por su cometido. El rey no había aparecido y llegaron a pensar que todo había sido en vano, que quizás debieron de haber pensado en un mejor plan. A fin de cuentas, había sido algo tan simple y que podía ser frustrado con mucha facilidad, como estaba pasando entonces.
Las manos sudorosas de la bella señorita apenas eran notables conforme arrugaba sus delicados guantecillos blancos. Iris no contaba con la misma suerte, sintiéndose hundida en un pozo de brea que le hacía difícil el tan solo respirar. Hubiera deseado un par de guantes que estrujar. Solo podía conformarse con su vestido color gris perla, el que le resultaba demasiado caluroso e incómodo para estar de pie junto con los demás sirvientes.
Ambas pensaron por un instante que aquello sería todo, que no había resultado. Hasta que, por fin, se hizo un anuncio de la llegada de un nuevo noble, uno que provenía del mismísimo palacio: el príncipe Halian Towsen.
Todas las miradas fueron hacia tan apuesto joven, quien se encontraba en un traje blanco de finísima calidad, con remarcados detalles dorados, los que hacían juego con el lugar. Su cabello, de un dorado oscuro se movía con gracia y delicadeza, como había sucedido en aquel entonces, cuando, sin planearlo, hicieron una carrera a la cocina príncipe y sirvienta.
Era fácil ser hechizado por tan bello joven. Nadie podía apartar la mirada, siendo así solo el mismo Halian quien recorría con la mirada a todos sus espectadores, hasta que llegó a ella. Fue más fuerte que él, que su largo entrenamiento como príncipe para ser formal y educado, y, le obsequió una amplia sonrisa a la joven que se había colado en sus pensamientos y sueños.
Iris, al sentir sus ojos jade firmes sobre ella, no pudo evitar voltear la mirada. No podía creer lo que veía. O, mejor dicho, a quién veía. Pensaba que en serio se encontraba en una pesadilla, porque, ¡no podía ser posible que había faltado tanto al decoro con, nada más ni nada menos, el mismo príncipe, el hermano del gran monarca! Y su sonrisa, solo hacía que sus entrañas se estrujaran en algo que no podía entender y que calificaba de miedo y remordimiento.
Al ver que no conseguía llamar la atención de la joven, quien le evitaba de forma directa, sonrió con pesar para mezclarse entre los nobles. No sin antes planear su recorrido de forma tal que terminara junto a ella. Los pasos elegantes, las charlas formales y aburridas. Todo era un plan para volver a toparse con la pelinegra de ojos misteriosos.
Una vez logró su cometido, estando a pocos metros, tomó una de las copas que los sirvientes ofrecían, para luego dársela a la jovencita. Se trataba del mejor vino del reino, uno dulce y de aroma fragante que hacía que cualquier boca reaccionara, hasta la más ignorante.
Irina, por su parte, se inclinó como era debido, haciendo los saludos protocolares.
—Buen día tenga usted, oh, príncipe. Que la gracia del cielo lo acompañe.
—Buen día, mi compañera de crímenes —nombró con una risa juguetona.
Quienes los rodeaban no paraban de observar la atípica escena, donde un príncipe parecía preferir la charla de una sirvienta a la de los más altos nobles del país.