Un instante para siempre

Capítulo 3: ANA

Una semana después…

Su dolor aún la atormentaba, y la acompañaba como un peso más con el que vivir, uno que hizo pequeño aquel dolor que sintió de ser rechazada por Julián, o ser echada de su casa rechazada por sus padre. Este era un dolor distinto, era un dolor de una posibilidad que no fue y que ella sabía la atormentaría siempre, contaría cada año un cumpleaños que no fue, llevaría la cuenta de su posible existencia en esta vida, algo inútil, tortuoso, pero inevitable. 

Todavía con su dolor, no podía hacer más que regresar al trabajo, como cada día. La ente era buena allí con ella, así que le gustaba pasar las horas allí, alejada además de ese sucio lugar donde dormía, un lugar en el que corría constante peligro, pero menos peligro que en la calle. Sabía.

—Cuatro bolsas de pan —gritó un cliente. Ella lo oyó y se giró a verlo, era un chico bien vestido y bien parecido.

Sus ojos se encontraron, ella sintió la mirada intensa de él sobre ella, tragó grueso, él tenía los ojos grises y el cabello oscuro, era un chico apuesto, no pestañeaba mientras la miraba.

—No vendemos pan por bolsa, ¿Cuantos panes quiere? —preguntó Ana interrumpiendo la mirada callada que se dedicaron.

—Quiero que me llenen dos bolsas —repitió el joven. Le dedicó una sonrisa tierna.

Se veía que era un chico adinerado, bien vestido. Ana vio la oportunidad de tomar algunos panes para ella. Le llenaría las bolsas y cobraría unos cuantos más que ella se llevaría. Algunas veces hacia aquello para asegurarse comida y ahorrar para su alquiler.

—Ya se los sirvo.

Ana le colocó quince panes en cada bolsa y cobró veinte por cada una, sintió que abuso más de la cuenta pero el chico se veía adinerado, se repetía, no le importará que le falten cinco panes por bolsa, pensó. Entregó los panes con una sonrisa coqueta, una que no acostumbraba a ofrecer a nadie, pero quería distraer al chico, y coquetearle porque sí. Lo vio irse después de pagar, no era de por allí, no lo vería nunca más, pensó.

—¿Todo bien Ana? —preguntó don Aurelio, el dueño de la panadería.

—Sí, todo bien.

Guardó los panes en su bolso que tenía ubicado estratégicamente cerca del mostrador, y lo cubría con su suéter. Don Aurelio era amable, pero estricto con las reglas, no podía verla tomando nada.

—¡Huérfana! ¿Vas a estudiar por fin o qué? Tienes dieciocho años, te pones vieja y no vas a terminar —le dijo con una mirada acusatoria uno de los panaderos. Un hombre de unos cuarenta años y expresión serena, su esposa era maestra.

—No comiences Pascual, tu esposa no necesita mi dinero —espetó.

—Ella dijo que te ayudaría sin cobrar, como un favor para mí…

Ana negó sonriéndole.

—Gracias Pascual, pero estudiar ahora no me sacará del hueco donde estoy, necesito trabajar, quiero estudiar pero en este momento mis horas son para trabajar.

Era costumbre ya que Pascual le hiciera ese ofrecimiento, desde una vez que Ana le dijo que estudiaría derecho pero que  al morir sus padres esa posibilidad se le fue de forma definitiva, le queda solo trabajar. 

—Entiendo, si te decides dime, hablamos con mi mujer—repitió él con gesto cariñosos sobre sus hombros.

—Esta chica me robó, unos pocos panes, no debería trabajar acá porque el que roba un pan roba un banco —gritó el chico que ella había atendido hacia unos minutos.

Ana se sobresaltó y se colocó muy cerca de Pascual. El chico estaba iracundo.

—Un momento joven, no puede acusar a los empleados así —le gritó Pascual.

—¿Usted es el dueño? —preguntó el chico.

Pascual negó con la cabeza.

—¿Qué pasó? —preguntó don Aurelio.

Ana temblaba, no se atrevía a moverse, negaría todo, que fue un error, no podía perder el empleo, pensaba.

—Está chica me embaucó para cobrar más panes que no me dio, no me importa el dinero, pero me vio la cara, creyó que me podía robar porque sí, esto no es para mí, era para los chicos de la calle quienes me explicaron como venden los panes, ella tuvo que haberlos tomado.

—Fue un error seguro, no los robó —dijo don Aurelio.

—Yo la vi guardando los panes que Mateo compró —dijo uno de los chicos de la calle que lo acompañaba.

Ana comenzó a llorar, las lágrimas salían de sus ojos, de vergüenza, delante de Pascual, se decía, moría de vergüenza solo por él, más la desgracia de perder su trabajo.

—¿Ana es cierto? Voy a revisar tu bolso. ¿Puedo? —preguntó don Aurelio.

Ella negó con la cabeza.

—Si los tomé —dijo tratando de hablar fuerte, ahogando las lágrimas.

Don Aurelio cerró los ojos, se llevó las manos a la cabeza.

—Disculpe joven. Ya le vamos a dar una bolsa de pan llena que no deberá pagar —le dijo don Aurelio al chico —. Y tú Ana, ya sabes cuál es la política, lo siento mucho, sé lo que te preocupa siempre lo de la renta pero no puedo hacer excepciones. Debes irte.




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